El último empujón

533 86 31
                                    

Emil creía firmemente en el karma, no como algo movido por las fuerzas de un caprichoso dios omnipotente, sino más bien como el efecto de la empatía y la bondad sobre las acciones de las personas. Si has sido bueno con alguien, más difícil será que esa persona te pueda hacer algo malo, tendiendo siempre a obrar bien sobre los que te hacen bien y mal sobre los que te hacen mal, recibiendo, por ende, aún más mal. Raramente eso que él conocía como karma se había saltado sus propias normas y esa noche presumía de ser la excepción.

Había socorrido a Ágata cuando ni siquiera debía de haberlo hecho, ablandado por sus traicioneras lágrimas de cocodrilo. Ahora, como recompensa de ese acto de bondad, la niña pisoteaba al karma con sus zapatitos rojos de charol.

Ser consciente de ello podría resultar hiriente, pero Emil estaba más preocupado por el desenlace del descaro de Ágata y los efectos que recaerían sobre Mickey más que por esa nimiedad.

—Además, ¿por qué os besáis? Sois hombres, ¿no? —preguntó entre agudas risotadas— Es raro, ¡da asco!

Desvió su atención hacia Mickey, preocupado por si esa cruel ola de clichés había conseguido abatir aún más su carácter. Él sólo sonreía, cargado de aprensión, y suavizó su expresión al notar la mirada ajena.

—No te preocupes, es sólo una mocosa descarada y desvergonzada —se aseguró de enfatizar esos dos adjetivos—. No puede hacerme daño.

—Lo que me preocupa no es el daño que ella te pueda hacer, sino el que ellos te harán.

Mickey quiso rechistar, pero le detuvo antes siquiera de que abriese la boca y se quedó contemplando, en silencio, cómo el checo se acercaba lentamente a la niña, con las palmas de las manos abiertas en señal de paz.

—Ágata, preciosa, ¿podemos hablar sobre lo que acabas de decir? —preguntó Emil, agachado a la altura de la pequeña.

Ella frunció el ceño y se cruzó de brazos. Parecía pensativa. Justo cuando parecía que había dado con la respuesta que buscaba, se limitó a sacarle la lengua a modo de burla y retrocedió unos pasos.

Estaba lista para salir corriendo y anunciar todo lo que había presenciado, tachando de ominosa crueldad la dulce relación que ambos compartían. Lo hubiese hecho, y todo cuanto la hubiese oído le habría creído, pero no pudo hacerlo. Simplemente, no pudo, porque sus malas intenciones quedaron encerradas junto a ella en la oscura habitación de Mickey. La imponente figura de Mario, quien se adivinaba que había escuchado gran parte de la conversación, se había deslizado silenciosamente hasta la retaguardia de la pequeña rubia y la había empujado descuidadamente al interior de la habitación más cercana.

En menos de lo que dura un pestañeo el alegre canturreo de Ágata se convirtió en pavorosos gemidos de auxilio y en golpetazos a una puerta que permanecía cerrada desde fuera por su padre.

—¡Déjame salir! ¡Papá! —vociferaba la niña mientras lloriqueaba amargamente—. Por favor, me portaré bien. ¡Lo prometo, de verdad!

Los Crispino, desde el más viejo hasta el más joven, tenían como regla en casa el bajar las persianas y cerrar la puertas cuando venía algún invitado a casa. Era una costumbre que se seguía por seguridad, aunque con el paso de los años se había depurado hasta convertirse en una extraña tradición; por lo que la habitación estaba sumida en una inquietante oscuridad. La única forma de iluminar la habitación era desde fuera, a través del interruptor situado justo antes de entrar al cuarto, o trepando a la cama superior de la litera que solían compartir los mellizos, donde se encontraba el segundo interruptor.

Ágata padecía Nictofobia, comúnmente conocido por miedo a la oscuridad, un enemigo más a pugnar junto a la decena de monstruos imaginarios que pululaban a su alrededor en una danza macabra de sombras y ojos iluminados de odio. Monstruos que le impedían levantarse del suelo y alcanzar el interruptor de la litera, su salvación.

Navidad con los Crispino - Emil x MickeyWhere stories live. Discover now