El sol del nuevo día se colaba impertinente por entre las rendijas de la persiana. Laura se dio la vuelta en la cama y se colocó de espaldas al ventanal en un intento por evitar que la luz le diera en los ojos, y de ese modo, poder seguir durmiendo un rato más. Aquel siempre era un momento difícil para ella; no quería despertar aun, no quería tener que enfrentarse al nuevo día. Y a aquel día, menos que a ninguno.
Pero tras removerse en el lecho durante un rato para conseguir únicamente que su mente se poblara de negros pensamientos, comprendió que ya era inútil; el sueño había escapado del cuarto por alguna de aquellas malditas ranuras y estaba completamente despierta. Era preferible levantarse y tratar de distraerse haciendo cualquier cosa que ocupara su mente, en lugar de permanecer allí tendida, atormentándose en vano.
Suspiró con resignación antes de decidirse a abrir los ojos y consultar la hora en el reloj luminoso de la mesita de noche: faltaban unos minutos para las diez. Tenía por delante un largo domingo con el que no sabía que hacer, como tantos otros domingos, solo que éste, además, era un domingo especial. Contempló distraídamente los destellos de luz que, diseminados por encima de la colcha, convertidos en varillas deformes y quebradizas o dibujando caprichosas manchas amarillas, jugueteaban en la penumbra, cambiando de posición, de forma, de intensidad…
Entonces, la puerta de la habitación emitió un tenue gemido de protesta al ser levemente empujada y permitir que asomara tras ella una juvenil cabeza de melena incandescente y leonada.
— ¿Estás despierta?—preguntó Marta en un susurro.
—Si, cariño—respondió Laura, renunciando definitivamente a la dulce evasión que le proporcionaba el sueño—y si no lo estuviera ya me habrías despertado tú.
Marta rió y empujó la puerta con decisión abriéndola por completo para saltar después, en pijama, sobre la cama de su madre.
— ¡Feliz cumpleaños, mamá!—gritó.
— ¡Oh, cielo! ¡No me lo recuerdes, por favor…!—protestó Laura cubriéndose la cabeza con el embozo de la sábana.
—Vamos, mamá. ¿Qué son cincuenta años? ¡Si estás estupenda!
— ¡No vuelvas a repetir esa cifra! ¡Te lo prohíbo!
Laura se había sentado sobre la cama de golpe y apuntaba a su hija con un dedo amenazador al tiempo que componía una cómica expresión de enfado.
Marta soltó una carcajada y besó a su madre en la mejilla.
—Venga. Levántate, que te voy a preparar un desayuno digno de un hotel de cinco estrellas. Ya verás.
—Sí, encima tú, engórdame…—protestó Laura, obedeciendo, sin embargo, a su hija y sentándose de mala gana en el borde de la cama para ponerse las zapatillas.
Todavía soñolienta y con los párpados entornados mientras trataba de habituarse a la fuerte luminosidad que invadía la casa, se dirigió hacia el cuarto de baño y se lavó la cara con agua fría para despejarse. Hacía tiempo ya que se negaba a enfrentarse al espejo tan sólo levantarse de la cama. Antes tenía que refrescarse la cara para desprenderse del entumecimiento de la noche. No quería ver sus ojos hinchados por las horas de sueño, su cabello enmarañado, su expresión bobalicona de recién levantada; se deprimiría apenas empezase la jornada. Cincuenta años ya…casi no podía creerlo. Había llegado a la cifra fatídica: cambiar el cuatro por un cinco en las decenas marcaba el principio del fin, del declive; ¡era una cincuentona! Se encaminaba inexorablemente hacia la vejez, hacia la decrepitud, y no había vuelta atrás, no había forma de detener el paso del tiempo. Pese a todo, ella seguía siendo la misma de cuando tenía veinte años, seguía sintiéndose joven, pero sabía que el mundo ya no la veía así, y eso era bastante desalentador. Había que rendirse a la evidencia: lo cierto era que tenía medio siglo de vida a sus espaldas y no le quedaba más remedio que aceptarlo.
Mientras se aplicaba una crema hidratante se decidió a examinar la imagen que le devolvía el espejo con la mayor objetividad posible: no le disgustó del todo su aspecto. Marta tenía razón: no estaba tan mal…para su edad. Aquella coletilla le resultaba odiosa; cuando alguien la añadía a una amable aseveración, le parecía que destruía por completo el efecto del cumplido; de repente, se trasformaba en un comentario compasivo, benevolente. “Bueno, seamos realistas”, se dijo, “tengo patas de gallo, bolsas bajo los ojos, mi pelo ya no tiene el brillo de antes, y ya no me sirve la ropa de hace tres temporadas; he ganado algún kilo y ya no hay forma humana de deshacerse de él…”
— ¡Mamá! ¡El desayuno está listo!—gritó Marta desde la cocina. Y Laura se alegró de poder poner fin a aquel implacable análisis.
— ¡Ya voy, cariño!— Respondió. Suspiró encogiéndose ligeramente de hombros y se atusó un poco el cabello antes de salir del baño.
“¡Que le vamos a hacer…!”, le dijo a la mujer que la contemplaba desde el espejo, con gesto resignado.
(Continuará...)
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Nunca fuimos a Katmandú
Historical FictionLaura acaba de cumplir cincuenta años, divorciada y madre de una hija adolescente, no se siente satisfecha con su vida. Elena, mujer fuerte y vehemente, es su más intima amiga desde la infancia y su contrapunto. Gloria no tiene nada en común con nin...