En la cocina, Marta había preparado la mesa del desayuno con especial mimo: Había cruasanes, zumo de naranja, una humeante cafetera colocada entre las dos tazas y, junto a la de Laura, una rosa roja. Sonrió y abrazó a su hija con cariño.
— ¡Ay, mi niña, muchas gracias! ¡No sabes cuánto te quiero…!—exclamó apretujándola con fuerza entre sus brazos.
—Y yo a ti, mami —rió Marta, mientras trataba de desasirse de aquel “abrazo de oso”, como lo llamaba su madre—Venga, siéntate que se enfría el café.
El delicioso aroma del café recién hecho le permitió olvidar por un rato la efemérides del día y disfrutó de los cruasanes y de la atropellada charla de su hija adolescente que, al parecer, de repente bebía los vientos por un compañero de instituto llamado Sergio, el cual —según recordaba Laura, que lo había visto en alguna ocasión—, llevaba tantos pearsings entre orejas, labios y cejas, que difícilmente habría superado el control de metales de cualquier aeropuerto. Asimismo, un tatuaje tribal decoraba su pierna izquierda desde el tobillo hasta la rodilla, y lucía con orgullo una cresta azulada sobre su cabeza, además de mostrar una obstinada propensión a salvar al planeta de la globalización, del calentamiento, de la desertización, y de cuantos desastres de todo tipo habían pergeñado sus mayores antes de su impagable llegada a este mundo.
— ¡Ah! ¡Se me olvidaba!—exclamó Marta cuando terminaron de desayunar—tengo un regalo para ti.
— ¡Ah! ¿Sí? ¿Otro, además de este estupendo desayuno? ¡Que bien!—dijo Laura sonriendo ilusionada, mientras empezaba a recoger la mesa de la cocina en tanto que su hija corría a su habitación y regresaba momentos más tarde con un paquete algo mayor que una caja de zapatos, primorosamente envuelto en papel dorado y adornado con un elaborado lazo de color rojo.
Marta depositó el paquete en manos de su madre con una sonrisa traviesa y ésta lo examinó y lo sopesó intrigada: era mucho más liviano de lo que esperaba, dado su volumen.
— ¿Qué es?—preguntó sin poder contener su curiosidad— ¿Un sombrero? ¿El mapa de un tesoro? ¿Una pluma de avestruz?
—Frío, frío…—rió Marta, rememorando el juego que le hacía su madre cuando era niña y le escondía los regalos por todos los rincones de la casa, diciéndole únicamente “frío”, cuando se hallaba lejos de su objetivo, “templado” cuando se encontraba más cerca, o “caliente”, cuando lo tenía ya al alcance de su mano, exclamando por fin un “¡que te quemas!”, cuando la pequeña descubría su regalo, presa de excitación, y ambas reían alborozadas.
Laura se dirigió al salón con el paquete en la mano seguida por su hija, y tras sentarse en el sofá empezó a desatar el lazo rojo con deliberada parsimonia mientras tarareaba una melodía que pretendía ser de suspense.
— ¡Vamos, mamá!—la acució Marta, impaciente, acomodándose a su lado.
Soltando una carcajada, Laura acabó de deshacer el lazo y abrió el dorado envoltorio para encontrarse con una simple caja de embalaje. Sonrió: sabía lo que había dentro. Desde pequeña, Marta había utilizado aquel ardid infantil para demorar el momento de descubrir la sorpresa y dotar de mayor importancia y misterio a los modestos regalos que le ofrecía a su madre, ya fueran sencillos trabajos escolares o pequeños detalles que le compraba, en connivencia con su padre. Y en efecto, tal como Laura esperaba, dentro de aquella caja apareció otra de menor tamaño también envuelta en papel de regalo, y dentro de ésta, otra; y así, sucesivamente, fue descubriendo todas las cajas hasta encontrarse, en la última de todas ellas, con un sobre blanco. Miró interrogante a su hija que la observaba con una sonrisa en los labios y rasgó el sobre con decisión. En el interior descubrió una tarjeta plastificada en la que aparecían su nombre y su fotografía.
—Te he hecho socia del gimnasio que tú querías—explicó Marta ante su gesto de extrañeza. Y añadió: —Como siempre dices que quieres apuntarte y nunca te decides…Ahora ya no tienes excusa. Puedes ir hoy mismo, si quieres.
— ¡Cariño…!—Exclamó Laura, gratamente sorprendida por la originalidad del obsequio— ¡Es un regalo estupendo! ¡Justo lo que necesitaba! Muchas gracias, mi amor.
Besó a Marta en la mejilla en señal de agradecimiento, pero ésta insistió desconfiada:
— ¿Te gusta de verdad, mamá? No estaba segura de acertar…
— ¡Claro que si, cielo! Es un regalo genial. Mañana mismo me compraré el equipo y empezaré a ir enseguida. Te lo prometo.
—Vale. Me alegro de que te guste, mami— aceptó la joven, abrazando zalamera a su madre—, pero tendrás que pagar tú las cuotas mensuales ¿eh? yo sólo te he regalado la matrícula.
—No te preocupes—rió Laura—Has tenido una gran idea, mi vida, gracias.
— ¡Huy! ¡Que tarde es ya!—exclamó Marta levantándose de un salto, tras consultar el reloj del salón— tengo que irme. ¡No me esperes para comer!
—Pero hija, pensaba invitarte a un restaurante…
El sonido del agua de la ducha, que Marta acababa de abrir en el baño, ahogó la débil protesta de Laura.
— ¡Lo siento, mami! —Gritó Marta, para hacerse oír por encima del rumor del agua— Es que he quedado con Sergio y unos colegas. Comemos juntas otro día ¿vale?
Laura no respondió. Tampoco su hija esperaba ninguna respuesta; había cerrado la puerta del baño y canturreaba una canción que había seleccionado previamente en su inseparable MP3. Laura suspiró resignada tragándose su decepción y se dispuso a poner un poco de orden en la casa. Bien mirado, se dijo, ¿Qué importaba? Ya no tenía edad para andar celebrando cumpleaños.
(continuará)
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Nunca fuimos a Katmandú
Historical FictionLaura acaba de cumplir cincuenta años, divorciada y madre de una hija adolescente, no se siente satisfecha con su vida. Elena, mujer fuerte y vehemente, es su más intima amiga desde la infancia y su contrapunto. Gloria no tiene nada en común con nin...