La infancia de Ruth fue un tanto peculiar: pasó sus primeros años de vida en un pequeño pueblo abandonado de la Extremadura más recóndita y profunda que su padre, un idealista nostálgico frontalmente opuesto al consumismo y la violencia imperante en el mundo en el que le había tocado vivir, se empeñó en recuperar, con la intención de crear allí una sociedad nueva, una autarquía agrícola al más puro estilo del espíritu comunitario del movimiento hippie de los años sesenta. Lucas, el padre de Ruth, creía firmemente que el lugar del hombre, como el de cualquier otra especie animal, estaba en la naturaleza, y que la vida en la ciudad entre cemento y gases tóxicos era una aberración que acabaría con el género humano y con el planeta. Se hacía imprescindible el retorno a la naturaleza, a los orígenes de la humanidad.
A su llamada acudieron siete familias dispuestas a recobrar aquel lugar yermo, de clima riguroso y extremo al que sus últimos habitantes habían renunciado muchos años atrás, para recrear allí un estilo de vida más acorde con lo que consideraban la verdadera esencia de la naturaleza humana. Adaptándose al entorno y produciendo ellos mismos lo indispensable para cubrir sus necesidades básicas, viviendo en comunión con la naturaleza, lejos de la delirante vida de la gran ciudad, de la competitividad desaforada y de la engañosa necesidad de acumular bienes materiales superfluos, como ilusorio y estéril medio de alcanzar la felicidad.
En un ambiente de colaboración y solidaridad cada miembro del grupo debía aportar sus conocimientos y habilidades en beneficio de la comunidad. Obviamente, estaban proscritos artificios tales como la televisión o el teléfono. Sólo disponían de una destartalada furgoneta y de un viejo Simca 1000 para desplazarse a la población más cercana en caso de emergencia o en busca de materiales y productos que ellos mismos no pudieran fabricar.
Rehabilitaron casas, sembraron campos, criaron a los animales necesarios para su subsistencia: una vaca, gallinas, conejos, algunos cerdos, y cuantos perros y gatos tuvieran a bien compartir con ellos aquella vida idílica, con la esperanza de atraer a otras familias dispuestas a renunciar a la maléfica influencia de la civilización y los avances tecnológicos y recuperar la pureza y la espiritualidad de una vida en comunión con la naturaleza.
Ni que decir tiene que en aquel rincón olvidado e inhóspito no había escuela, ni tampoco en muchos kilómetros a la redonda; lo que, por supuesto, no suponía ningún inconveniente para Lucas que renegaba de la educación convencional, a la que veía como un diabólico instrumento de manipulación y embrutecimiento de las maleables mentes infantiles todavía incontaminadas. La formación escolar de los más pequeños corría a cargo de uno de los integrantes del grupo, un viejo maestro descreído e iconoclasta sin hijos que, tras toda una vida dedicada a la enseñanza, desencantado y horrorizado ante la perspectiva de que la senectud le alcanzara jugando a la petanca junto a un grupo de viejos resignados, se había embarcado junto a su esposa en la aventura de vivir la última etapa de su vida bajo el utópico manto del “flower power”.
La pequeña Ruth contaba apenas cuatro años de edad cuando llegaron allí. Y en sus recuerdos, a retazos aislados e inconexos, imperaban el frío gélido del invierno y el calor asfixiante del verano en el que el polvo se agarraba a la garganta e impedía respirar. Y el viento, aquel viento que la aterrorizaba por las noches, que recorría con un furioso bramido la única y desierta calle del pueblo, arrastrando zarzas y maleza a su paso que a Ruth se le antojaban gigantescos monstruos. El viento que se colaba por las desnudas puertas y ventanas como bocas abiertas a la nada, paralizadas en un grito de espanto. Aquel viento que penetraba en las casas vacías con un escalofriante gemido, como si se doliera por no encontrar víctimas que arrollar a su paso, pensaba Ruth, atemorizada, mientras se escondía bajo las mantas.
Los colores del mundo eran para la pequeña una limitada paleta de marrones que iban desde un amarillo pajizo y desvaído hasta el rojo apagado y mortecino del ladrillo. Sólo el cielo, con sus distintos tonos de azul, rompía aquella monotonía cromática. Y las nubes, a las que observaba tendida sobre la tierra agrietada, o sobre algún tejado durante horas, con sus caprichosas formas y sus diferentes matices: rosados, anaranjados, grises... Ruth soñaba con colgarse de una de aquellas nubes y dejarse llevar lejos, muy lejos, más allá de las colinas que rodeaban el pueblo y lo convertían en una prisión sin barrotes, pero infranqueable, imposible de abandonar.
Aquel sentimiento de opresión que crecía en su pecho a medida que pasaban los años, sólo podía compartirlo con Talía, una jovencita algo mayor que ella que fue su cuidadora durante su primera infancia, y con el tiempo, su mejor y única amiga, su confidente, su modelo, y —aunque Ruth tardó muchos años en comprenderlo—, su primer amor.
No había otros niños en el grupo con los que pudiera compartir juegos y amistad. Sólo Liberto, el hijo de otra de las parejas, tenía la misma edad de Ruth, pero nunca simpatizó con él. Era un chico introvertido y receloso de difícil trato, como sus propios padres, los menos integrados y más conflictivos de la comunidad cuyo único interés era comprobar, reiteradamente, la calidad de la marihuana que cultivaban con mimo en un invernadero que habían creado al efecto, desentendiéndose de la educación de su hijo que, en definitiva, y según el espíritu comunitario, consideraban responsabilidad de todos.
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Nunca fuimos a Katmandú
Historical FictionLaura acaba de cumplir cincuenta años, divorciada y madre de una hija adolescente, no se siente satisfecha con su vida. Elena, mujer fuerte y vehemente, es su más intima amiga desde la infancia y su contrapunto. Gloria no tiene nada en común con nin...