Gloria conducía su utilitario hacia la parte alta de la ciudad, y, en contra de la idea que pudiera haberle transmitido a Laura, tampoco ella se sentía muy satisfecha consigo misma: “¡Otra vez he vuelto a hacer lo mismo de siempre!”, se recriminaba a sí misma, “El psicólogo me lo ha repetido cientos de veces: hablas demasiado, Gloria, tienes que hablar menos y escuchar más; los asuntos de los demás también son importantes, al menos, lo son para ellos mismos. A nadie le gusta estar oyendo a una persona hablar sobre sí misma sin parar, la considerarán presuntuosa y maleducada y se sentirán menospreciados…”. “¿Qué habrá pensado Laura de mí? Que soy una charlatana insoportable y una engreída, claro. Seguro que el próximo día que nos veamos ni siquiera me saluda.”. “¡A mi marido le gusta encontrarme en casa cuando llega!”, se parodió a sí misma, “No sabe hacer nada sin mi…”. “¡Seré majadera!”.
Cuando llegó a su casa, después de atravesar la ciudad, dejó el coche en su plaza de aparcamiento y observó que la de Diego todavía se encontraba vacía; quizás habría aparcado en la calle. Eso significaba que tenía intención de volver a salir, tal vez quisiera cenar fuera o ir a tomar una copa más tarde. ¿Por qué no? La noche invitaba a pasear.
Sin embargo, cuando entro en su piso lo encontró oscuro y silencioso. Le extrañó; a aquellas horas su marido ya debería de haber llegado, y si iba a retrasarse la habría llamado… ¡El móvil! No se había acordado de comprobar si tenía alguna llamada. Lo buscó en su bolso con ansiedad, temiendo lo que se iba a encontrar, y tal como esperaba, la pantalla le indicaba que tenía varias llamadas perdidas y un mensaje en su contestador.
—Hola, nena—la voz de Diego sonaba extraña y metálica a través del buzón de voz—te he estado llamando pero no lo cogías, supongo que estabas en tu clase de gimnasia. Bueno, quería decirte que no me esperes para cenar, han venido unos clientes de Madrid y tengo que acompañarles a un restaurante y luego a tomar unas copas, ya sabes como son estas cosas... No sé a que hora llegaré, así que no me esperes levantada. Nos vemos mañana. Te quiero. Un beso.
Sí, ya sabía como eran esas cosas. ¿Cómo no lo iba a saber? Desde hacía algún tiempo las cenas de negocios y los viajes se habían multiplicado.
Se sirvió un whisky con hielo en la oscuridad del salón y salió a la terraza; la primavera estaba en pleno apogeo y hacía buena temperatura. Las luces de las calles y de los edificios iluminaban la ciudad como farolillos en una noche de verbena. La Diagonal, bullía de vida y juventud dispuesta a apurar el fin de semana que ya olía a verano y a fiesta, y ella se sentía ajena, excluida, contemplando el espectáculo desde la distancia con envidia y tristeza, aislada en su palacio como una princesa desdichada, sin tener adonde ir ni con quien estar… No le apetecía cenar sola. Su hijo Christian no vendría, y su hija Rebeca le había dicho por la mañana que pasaría el fin de semana fuera de la ciudad con unas amigas.
Apuró el whisky y se sirvió otro antes de sentarse en la terraza. Roberto, su psicólogo, estaba en lo cierto cuando le decía que a punto de cumplir los cincuenta y siete seguía siendo una niña inmadura y caprichosa; aquella niña preciosa y mimada que sus padres tenían entre algodones y a la que evitaban el menor contratiempo disfrazando la realidad para ella de bonitos colores. Por esa razón, Gloria, no había desarrollado la menor tolerancia a la frustración y se había creado un mundo ficticio en el que todo era maravilloso y perfecto. Se mentía a sí misma tanto como a los demás. Hasta el punto de que había llegado a creerse sus propias mentiras de tal modo que en ocasiones no era capaz de distinguir lo que era real de lo que era fruto de su imaginación. Roberto le decía que tenía que aprender a aceptar los avatares de la vida, sus sinsabores, y aprovecharlos para sacar de ellos una enseñanza positiva que le permitiera crecer como persona. “Desengáñate, Gloria”, le decía, “la vida no es una novela rosa. Todo el mundo tiene sus problemas, más grandes o más pequeños; hay que saber aceptarlos y hacerles frente”. Tenia que ser valiente y afrontar la realidad, que en su caso, decía, tampoco era tan terrible. Tenía que madurar. Y si no hacía el esfuerzo de intentarlo, él no podría seguir ayudándola. No observaba avance alguno en su terapia, y eso le llevaba a pensar que ambos estaban malgastando su tiempo, y ella, además, su dinero. A veces Roberto le preguntaba por qué razón seguía acudiendo a su consulta cada semana, y ella se encogía de hombros y le respondía que le hacía bien hablar con él, que la ayudaba, aunque él no lo creyera; entonces el terapeuta replicaba que si lo que necesitaba era hablar con alguien, desahogarse, podía hacerlo con alguna amiga, que incluso le resultaría más gratificante, y Gloria se veía obligada a confesarle que no tenía ninguna amiga con la que pudiera sincerarse ni hablar con la libertad con la que lo hacía con él. Jamás se le pasaría por la cabeza mostrar el menor signo de debilidad ni descubrir su intimidad ante ninguna de sus supuestas amigas. Había demasiados salones de belleza, centros de spa y exceso de tiempo libre para damas desocupadas y pocos temas de conversación: faltaría tiempo para que todo su entorno estuviera enterado de sus asuntos y murmuraran a sus espaldas.
Sí, claro. Seguramente para un psicólogo joven como él resultaba más estimulante tratar a un psicópata, a un depresivo con tendencias suicidas, a un maníaco compulsivo; hurgar en una mente seriamente perturbada y reintegrar al individuo, una vez recuperado, a su lugar en la sociedad. En todo caso, pensaba Gloria, si era eso lo que le motivaba, tal vez debería haber opositado a prisiones o trabajar en un hospital psiquiátrico, en lugar de montar una consulta de diseño en un palacete de Pedralbes. Por otra parte, dudaba que muchos enfermos realmente necesitados de tratamiento pudieran pagar los honorarios del Dr. Roberto Beltrán… Roberto no tenía “pacientes”, sino “clientes”, y esa denominación en sí misma ya marcaba una diferencia. Tanta, como que fuera uno de los invitados imprescindibles en todas las fiestas de postín que se celebraban en la ciudad.
Pero si lo que esperaba de ella era que se enfrentara a la realidad, lo haría, decidió Gloria de pronto.
Apuró su whisky de un solo trago y se levantó de la silla, resuelta. Fue a su vestidor a cambiarse de ropa y se repasó el maquillaje en el tocador; cogió el bolso, las llaves de casa y las del coche y bajó al garaje. En unos minutos se hallaba inmersa en la noche del viernes con el entendimiento algo nublado, a causa de la excitación y del alcohol. Apenas sin darse cuenta, se encontró frente al restaurante favorito de Diego. Era muy probable que él estuviera allí, lo que no tenía muy claro, era con qué fin había acudido ella. Detuvo el auto en el chaflán opuesto al restaurante que ofrecía una buena perspectiva del interior y, forzando la vista, buscó a su esposo con la mirada sin apearse del vehículo, a través de los grandes ventanales de estilo modernista que permitían ver las mesas decoradas con velas sobre el fondo de arabescos granate y dorado de las paredes —que Gloria adivinaba más que veía, ya que conocía muy bien aquel local—. No le costó dar con su marido, Diego era un hombre previsible, de hábitos arraigados: estaba en su mesa de siempre, la misma que solicitaba expresamente cuando acudían juntos a cenar allí; charlaba animadamente y sonreía como hacía mucho tiempo que Gloria no le veía sonreír, con un aire tan despreocupado y alegre que incluso le hacía parecer más joven. A Gloria, el corazón le dio un vuelco en el pecho cuando vio sus sospechas confirmadas: aquella no parecía una formal cena de negocios ni eran respetables caballeros encorbatados quienes compartían mesa con su esposo, sino una bella joven —muy joven— de rubia melena, que sonreía a su vez con coquetería y estudiada timidez.
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Nunca fuimos a Katmandú
Historical FictionLaura acaba de cumplir cincuenta años, divorciada y madre de una hija adolescente, no se siente satisfecha con su vida. Elena, mujer fuerte y vehemente, es su más intima amiga desde la infancia y su contrapunto. Gloria no tiene nada en común con nin...