Capítulo I (Elena)

818 2 0
                                    

Era casi medio día cuando el timbre del teléfono interrumpió sus concienzudos ejercicios de autocompasión.— ¡Felicidades, preciosa!— exclamó Elena desde el otro lado de la línea telefónica.

— ¡Vaya! ¡Gracias! Creía que este año te habías olvidado de mí…

— ¿Cómo iba a olvidarme, tonta? Es que no quería molestarte demasiado temprano. Bueno, ¿Qué planes tienes para celebrarlo? ¿Está Marta contigo?

— ¡Que va! Hace rato que se ha ido, y no creo que vuelva a verle el pelo en todo el día.

— ¡Será descastada!—bromeó Elena—te habrá felicitado, por lo menos.

—Sí, claro…Y además me ha preparado el desayuno y me ha hecho un regalo estupendo—explicó Laura con orgullo.

—Bueno, menos mal…Entonces, ¿Qué te parece si comemos juntas? —y sin esperar respuesta añadió —: hace un día estupendo. Paso a recogerte dentro de una hora y te invito a comer en alguna terraza del Puerto Olímpico.

Laura apenas tuvo tiempo de responder antes de que su amiga colgara el aparato. Elena era así: dinámica, arrolladora…a veces, incluso un poco estresante; pero era su mejor amiga y Laura, que la quería como a una hermana, no podía concebir la vida sin ella.

 Se conocieron en la escuela primaria, y desde entonces, no habían vuelto a separarse. Crecieron juntas, compartieron las primeras ilusiones y las primeras decepciones en sus años infantiles; los momentos más dichosos, y los más tristes, a lo largo de los años; descubrieron el mundo de la mano y afrontaron unidas los misterios y avatares de la vida. Y, pese a ser muy diferentes la una de la otra y de haber encaminado sus vidas por muy distintos derroteros, su amistad se había mantenido siempre intacta.

Elena tenía un carácter fuerte y decidido. Ya desde sus primeros años de colegio había mostrado un voluntarioso temperamento y una gran capacidad de liderazgo. Y en lo concerniente a los estudios, era una buena alumna que lograba notas magníficas sin tener que esforzarse demasiado. Pero, sorprendentemente, algún rasgo peculiar en su manera de ser, le había permitido eludir siempre el temido e indeseable epíteto de “empollona” que la malicia de otros niños y niñas, menos inclinados al estudio, solía adjudicar a quienes, como ella, entendían que iban al colegio para aprender. Quizás ese respeto que le mostraban sus condiscípulos se debía a que no encajaba en la típica imagen de la niña tímida y callada que solía refugiarse en los libros, sino que era abierta y comunicativa, ocurrente y divertida, tomaba la iniciativa con frecuencia —por no decir siempre— y era incuestionablemente secundada por sus compañeros y compañeras de clase que se enorgullecían de poder contar con su amistad y su aquiescencia. Elena manifestaba un genuino deseo de aprender, su curiosidad era insaciable, y abordaba cualquier tema de conversación con tan apasionada convicción y aparente conocimiento de causa que resultaba difícil rebatirla. Desde muy niña tuvo una actitud firme y perseverante cuando se enfrentaba a cualquier reto, por nimio que pareciera, lo que le había permitido alcanzar, a lo largo de toda su vida, cuantas metas se había propuesto sin que ningún obstáculo la hiciera flaquear ni plantearse siquiera la posibilidad de abandonar un proyecto, sino que por el contrario, se crecía ante las dificultades y parecía disfrutar doblemente venciéndolas.

Por alguna razón, con el paso de los años, entre sus convicciones, cobró especial fuerza la de no casarse ni tener hijos nunca. Alegaba, medio en broma medio en serio, que le horrorizaba la idea de tener a un hombre roncando en su cama durante toda su vida, y que los niños, lejos de ser tan tiernos y encantadores como se empeñaban en afirmar sus madres —probablemente con la loable intención de persuadirse a sí mismas ante la necesidad de  tener que soportarlos durante muchos años, decía—, no eran más que pequeños monstruos  ruidosos y egoístas, y con frecuencia sucios y malolientes que, cuando por  fin estuvieran medianamente educados, abandonarían ingratos a sus sufridos progenitores sin el menor cargo de conciencia ni volver la vista atrás.

Nunca fuimos a KatmandúDonde viven las historias. Descúbrelo ahora