Capítulo 8 - Las consecuencias de la guerra

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Transcurrieron varios días desde la heroica batalla. La Alianza Fáunica se dedicó durante esos días a construir un campamento frente al Cortijo Castillo. Muchos animales heridos se recuperaban allí, y junto a éstos descansaban otro tanto por ciento de soldados heridos y magullados. El ejército prostiliano acampó sobre la colina por la que había surgido la famosa mañana de la guerra. Todos descansaban tranquilamente, el día era apacible, sin viento, y muy tranquilo. Durante las horas de la mañana los hopanendrayenses enterraron a los caídos aliados que no habían sido incinerados, unos ciento cincuenta aproximadamente, en unas fosas comunes que había muy cerca de la ciudad, haciendo las veces de cementerio y templo, porque muchos prostilianos y hopaneyenses iban allí a orar. Más tarde, el rey Alfiler ordenó la inmediata reconstrucción de la fortaleza quemada y las murallas que habían sido destrozadas. Los improvisados obreros lo hicieron de mala gana, ya que por ello se tuvieron que posponer las celebraciones de la victoria de la Alianza Fáunica.

Misifú fue llevado por Gwaranûr a las tiendas de los heridos, y observó para bien que muchos animales había allí, pero casi ninguno estaba herido de gravedad. Mientras, los expertos médicos traían hierbas medicinales e iban rápidamente de un lado a otro, curando y atendiendo, intentando mitigar el dolor de los pacientes. Poco después de mediodía, Gwaranûr fue a visitar a su amigo Misifú, que estaba ya recortado en una cómoda manta con un vendaje liado a su cuerpo, anudado en su vientre.

—Buenos días, Gwaranûr —saludó Misifú—, parece que no te ha pasado nada... Yo, en parte, he recibido una pequeña herida, pero se me curará.

Gwaranûr no pudo parar de reír, relajándose tras soltar toda la tensión acumulada durante la guerra.

—¡Vaya! —exclamó Gwaranûr—. Tú nunca dejas de hacer bromas sobre las penalidades que te ocurren, pero estoy seguro de que te curarás pronto, amigo mío, y lucharemos juntos, codo con codo, en la batalla final contra esas alimañas.

Misifú, dándole a Gwaranûr las gracias por su valerosa acción, se despidió de él y se quedó durmiendo plácidamente sobre la manta, bajo sonidos de ajetreo y gritos desmedidos.

Gwaranûr dejó su preciada ballesta y sus flechas incendiarias en la cabaña de su grupo y se dirigió a ver a Fil y sus amigos Ualsge y Dalmayal.

—Fil, me alegro de verte —dijo Gwaranûr—. ¡Vamos a celebrar esta victoria!

Los dos bebieron sendos cuencos de agua con whisky, una propiedad que había sido requisada al Sumo Pastor durante uno de sus escarceos con la bebida, la cual fue atesorada por el perro pastor hasta el momento. En un corto espacio de tiempo se habían montado una espiga dorada particular.

—Creo —dijo, entrado ya en calor— que la espera ha merecido la pena.

Ualsge no celebraba nada, y Dalmayal tampoco. Esto desmotivó a los dos animales que ya habían bebido, y dejaron el refresco a otros tantos compañeros, más proclives a celebraciones desmedidas.

—Vamos a tener que dejar las diversiones para más tarde, Gwaranûr —dijo el macho cabrío—, ya que aquí falta un amigo del que no nos hemos acordado: ése es Lénsviae. Como recordarás, Jerjes, el hermano de Filete, murió bajo humo, fuego y escombros, y me preocupa lo que éste pueda hacerle a nuestro amigo galgo... ¿Entonces qué decís?

Los dos animales, que todavía no habían digerido bien la bebida, se abstuvieron de comentar algo. Dalmayal, la más consciente y responsable, habló primero.

—Centrémonos en el asunto —dijo—. Vayamos a consultar a la emperatriz Hallanhal y a tu hermano Lanosgo; así podremos pensar con detenimiento y sopesar las acciones que llevaremos a cabo.

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