Segundo domingo

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No iba a cogerles el teléfono. Sabía quiénes eran, pero en su pacto consigo misma había desechado la posibilidad de volver a hablarles.

Nadie sabía nada de ella desde... ¿Hacía tres semanas? ¿Más? ¿Menos? Ni si quiera recordaba cuánto tiempo hacía que la había matado.

Su rutina de lunes a viernes consistía en un bucle de monotonía. Organizar la casa, ver una de sus series favoritas en la televisión, leer sus novelas de amor estrepitoso, terminar de hacer la cena y esperar a que James volviera a casa. Pero durante el último año de casados no pasaba nada parecido; James se descalzaba, se tiraba en el sofá y apenas cenaba. Ella se apresuró a informarse y a preguntarle qué le ocurría, pero él se limitaba a responder con un cansancio infundado de un trabajo que le superaba.

– No puedes continuar así... –afirmó por la seguridad de su marido.

– Bianca, es el trabajo que nos da de comer.

Las protestas de James se hacían más grandes si ella continuaba preguntando, así que lo dejó pasar y silenció sus dudas, sus miedos. Se convirtió en la esposa dulce y tranquila que le masajeaba la espalda y le preparaba los baños de agua caliente.

Los domingos no parecían tan normales ya; eran algo sucio e hipócrita por parte de los dos. Ella paseaba con desgana por los parques, veía a vecinas y a señoras que cuchicheaban por aquí y allá, se perdía en sus pensamientos y temores, inquieta y meditabunda. A veces veía a Adam salir del hospital en una silla de ruedas, sin poder volver a caminar nunca más. Se sentía mal por haber sido ella la causante de su accidente, pero el chico ni si quiera recordaba si le habían empujado o solo había cruzado sin mirar. Punto para Bianca; Adam perdió las piernas y su forma estúpida de ver la vida. Y aunque solo fuera en forma de recuerdo, ella lo repetía como una canción hasta la saciedad.

Luego llegaba a casa y James había limpiado la cocina, había tirado los restos de comida, había barrido, fregado y fumado un cigarro en el balcón, esperándola llegar. Luego ataba la bolsa de basura, se cogía una chaqueta y bajaba a tirarla.

Respiraba el puro aroma del aire fresco en el interior; desde la noche de bodas, ella sabía que él fumaba. Entonces le obligó a fumar fuera, en el balcón, o directamente dejarlo. Y lo hizo, durante un tiempo. Luego recayó en la adicción y sus trajes apestaban a tabaco puro.

Seguía releyendo sus libros a lo largo de la semana. Ya no se preocupaba por el cansancio de James, solo le veía dejar las cosas, descalzarse y quedarse dormido junto a ella en el sofá. Alcanzaban las tres de la mañana, él durmiendo, ella leyendo, y cuando él se despertaba en mitad de la noche la levantaba, le cerraba el libro y se iban desnudos a taparse con las sábanas. No la tocaba, no la miraba, solo le suplicaba que se fueran a dormir a la cama, que mañana sería un día genial.

– James.

– ¿Hmm? –murmuró entre sueños.

– ¿Cuándo piensas hacerme el amor?

– Cuando pase este cansancio, este trabajo, amor –insistió. Todas las noches eran iguales, con las mismas palabras, con los mismos olores. La luz de la mesilla se le quedaba corta.

– Eso me dijiste hace semanas –se dio la vuelta, le tocó el hombro, la espalda–. Quiero sentirte, amor.

La única respuesta fue James dándose la vuelta y roncando, otra vez. Le apartó de la cara algunos cabellos que se le despeinaban con la almohada, y le daba un beso en los labios.

– Que descanses.

Y la vida aburrida se encerraba otra vez entre ellos. Sin conversación, sin amor, como un pájaro que solo emigra por sobrevivir un tiempo sin que nadie le conozca.

A Bianca no le gustan los domingosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora