Quinto domingo

16 3 1
                                    

– ¡¿Qué ha pasado aquí?!

– Hola, James.

No había cordialidad en sus palabras. No había nada de una mujer perfecta que idolatraba a su marido. Solo tinieblas.

Ni si quiera levantó la mirada.

– ¡¿Qué has hecho?!

– Lo que una mujer tenía que hacer para salvar su matrimonio.

– ¡¡Bianca!! –la zarandeó.

– Ahora no tengo ganas de discutir, Bianca. Estoy muy cansado –se soltó de las manos frías de su marido y se sentó en el sofá, con los pies descalzos alzándolos a la mesa, imitanto a James.

– ¡Bianca, esto es muy grave! –las lágrimas empezarona florecer entre sus pestañas.

– He matado a tu amante. Y también al policía que iba a descubrirlo.

– ¡No era mi amante! –aulló, lleno de dolor.

– Ya nadie podrá separarnos, amor –le consoló, todavía sin levantarse del sofá ni mirarle a la cara. Insensible, continuó–: Ahora quedamos solos tú y yo, y no habrán más engaños ni más mentiras.

– Bianca, ¿de qué estás...?

– Shhh –mandó callar, posando sobre sus labios un dedo índice manchado de sangre.– Ya ha pasado todo, no hablemos más...

Se meció, otra vez. Se quedó mirando el cuenco de frutas que dormitaba intranquilo entre la tensión sobre la encimera de la cocina. Quedaban dos kiwis y una mandarina.

– ¿Me haces el favor de pasarme una mandarina? –aludió, indiferente, casi infantil–. Me ha entrado antojo.

– No, Bianca. Tengo que llamar a la policía –se encaminó con paso firme hasta el teléfono, pero resbaló entre la sangre que empezaba a secarse.

– No puedes llamar a nadie. Ya has cortado.

– ¿Qué? –no estaba entendiendo nada de lo que Bianca estaba diciendo. Empezaba a preocuparle que su mujer se hubiera vuelto loca; su forma de actuar demostraba que, quizá por la poca atención mostrada hacia ella, sus alteraciones al final la habían colapsado.

La tarde estaba cayendo, convirtiéndose en sombras y silencios en el salón.

Dos cadáveres, un hombre sujetando el auricular cortado de un teléfono, una mujer manchada sobre el sofá.

– ¿Puedes acercarme la mandarina, por favor? –repitió, con voz encantadora.

– No, Bianca.

– Me apetece una mandarina, James. ¿Me la acercas? –la melodía de su voz seguía siendo la de una niña melosa e intrigante.

Derrotado, intranquilo, cogió la mandarina. Luego observó el cuerpo desmembrado de su hija, a la que nunca conoció por los miedos de Laura, y la dejó caer.

– No.

Creyó pensar que había cometido un gran error. Las tijeras descansaban sobre la mesa del comedor, junto a los ovillos de lana y las agujas. El cuchillo de amplia hoja, junto con el que había matado a Yara, estaban escondidos en la cocina, empapados de sangre seca. Creyó que Bianca se volvería loca, que saltaría contra él y le pegaría, le insultaría, le arañaría y le mataría, como había hecho con aquellas dos personas: su hija y un policía.

Habían quedado aquella tarde para conocerse, y Yara vendría con su tío para procurar que todo saliera bien. Y Bianca lo había estropeado todo..., todo...

A Bianca no le gustan los domingosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora