-¡No! ¡Por favor, no! -gritaba Ben sin cansarse cuando se llevaron a Maggie.
Quería recuperarla pero no podía volver atrás. Ni de coña podrás saltar hasta allí arriba, se decía a si mismo. Estaba enfadado, muy enfadado. Maggie lo había ayudado sin motivo alguno y así se lo pagaba la vida, capturada, herida y sin nadie yendo tras ella. Ben se sentía culpable. Si él no hubiera aparecido, lo más probable era que siguiera libre.
Pero tampoco podía estancarse, tenía que seguir hacia algún lugar. Así que retomó el camino hacia el pueblo. El camino por ese lado del bosque era diferente. La flora crecía viva y luminosa mientras que las montañas en las que había perdido a la misteriosa Maggie eran rocosas y no tenían vegetación, aquellas montañas daban sensación de tristeza, silencio, daño. No había caminado más de veinte minutos cuando se encontró en las afueras de su querido y una vez armónico pueblo; Divest. Esta vez, se dio cuenta de algo que antes no había captado. Las calles estaban llenas de muertos. Cadáveres podridos manchados de sangre. El hedor aplastante de ese conjunto de difuntos se coló por su nariz y la respuesta de su organismo fue echarse para atrás, tosiendo. Se acercó al pálido cuerpo más cercano. Era el de un hombre, de unos cuarenta años. Pelo largo y castaño, ojos marrones bien abiertos, como si hubiera visto un fantasma antes de morir. Le hizo un pequeño cacheo para resolver la incógnita de qué estaba pasando, eso sí, con la cabeza hacia arriba y esa cara de asco que muy practicada llevaba. Su amigo Raynold, que quería ser policía, le enseñó algunos trucos básicos de su, en un futuro, trabajo. No encontró nada más que su cartera, un bolígrafo y un paquete de pañuelos. Golpeado por una ola de desolación, Ben lanzó el bolígrafo con semejante fuerza que provocó el final de éste. Esperaba poder encontrar algo más. Algo que relacionara los sucesos relacionados con Maggie y los hombres armados y los cuerpos abandonados por las calles, que relacionara ambas tragedias. Ben realizó el mismo procedimiento con varios pares más de cadáveres localizados en la misma calle que el primero. Los objetos que llevaban con ellos al morir no eran más que simples objetos cotidiano, entre los cuales Ben cogió varios billetes, un móvil roto y unas gafas de sol. Consiguió meter los billetes y el móvil en su mochila, teniendo que mover así el hacha que ya consideraba suya.
Las gafas de sol eran rojas y tenían el cristal dorado. Justo como las gafas que tenía Ben antes de... eso. Se las puso y caminó hacia el final de la calle. No sabía hacia dónde dirigirse pero aun así no se detuvo. El sol le daba en la cara, y Ben se pasó la mano por el tupé que tanto le caracterizaba dentro de su clase antes del desastre. Si se obviara el horrible paisaje alrededor suyo, cualquiera diría que era un chico adolescente durante un día caluroso de playa. Desgraciadamente, no era así.
Estaba perdido. ¿Qué se suponía que tenía que hacer ahora? Que baje Dios y me haga una puñetera señal, pensó. Y tuvo una idea. Corriendo, atravesó unas cuantas manzanas y llegó a la puerta, cerrada con una persiana metálica, del supermercado. Sacó su querido hacha de la mochila de cuero y agarró el mango fuertemente. Un gran estruendo resonó por las calles abarrotadas de muerte. No pasa nada, nadie puede oírme, pensó Ben y seguidamente dio el segundo impacto con más fuerza e ira. Ese metal era duro de roer, incluso había llegado a pensar que el hacha se rompería antes. Pues no. Tras aproximadamente quince minutos del comienzo de la pelea entre Ben y un ser inerte, Ben se proclamaba vencedor. Levantó la pesada persiana y se coló en el supermercado. Estaba repleto de comida. Patatas fritas, chocolate blanco, galletas integrales, bollería industrial... Ben tuvo que contenerse y decantarse por lo que más le podía ayudar. Llenó el espacio que le quedaba de mochila de tuppers con comida preparada y cogió una bolsa de fruta.
Llevaba dos magdalenas cuando salió de la tienda. Caminó hasta el parque de su infancia y se sentó en un banco a tomar el sol. Frente a él, se erguían un par de edificios con daños graves. Una lágrima humedecía su mejilla. Cerró los ojos y esto provocó que cayeran un par más. De repente sintió como si algo tapara el sol. Se secó las cálidas lágrimas de su cara y abrió los ojos. Frente a él, encima de un edificio, pudo distinguir la silueta de una persona.
-¡Ey! -gritó Ben tratando de captar la atención del extraño o extraña.
No parecía haberle visto así que Ben lo repitió otra vez, y otra. Se acercó hasta los pies del edificio y gritó por última vez. Esta vez estaba seguro de que lo había oído, entonces el problema estaba en él, no quería escucharlo. Se puso en movimiento hacia la entrada del edificio cuando detrás suyo se escuchó como si algo hubiera caído del cielo. No puede ser, se dijo a sí mismo. Se giró y, efectivamente, como había pensado, el cuerpo ya sin vida de aquella persona estaba estirada en el suelo, como cuando una hoja vieja cae del vivo árbol y queda en el suelo esperando a que alguien la pise. El cráneo del señor quedó deformado con la caída, de tal manera que tenía toda la cara manchada de sangre. La sangre fluía por el suelo, constituyendo un mediano charco rojo. Lo más triste era que, no hizo falta que apartara la mirada, tan solo unas horas entre esa pocilga y ya estaba acostumbrado. Ya no le afectaban las cosas como antes, ya no se sentía afectado por la muerte como antes.
Las cosas no eran como antes. Las cosas habían cambiado.
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Dos bandos.
ActionBen Harris es un chico cualquiera, lo es, hasta que despierta en el tejado de un edificio sin saber que hace allí y ve que todo está destruido. Acción, sangre, amor y misterio. Cuando dos bandos se enfrentan... solo puede quedar uno en pie.