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Londres lucía tan gris y majestuoso como lo recordaba, su estructura y paisaje no había cambiado en lo absoluto. Aún así, si cerraba los ojos, podía distinguir un minúsculo cambio en el aire fresco que soplaba. O quizás era yo misma, exteriorizando mis ansias por un nuevo comienzo en mi tierra natal, inventando buenos presentimientos para tranquilizar mi agitada mente. O quizás era el cambio brusco de ambiente. La atmósfera de Nueva York a la que me había tenido que acostumbrar años atrás era pútrida en comparación: demasiada gente, autos y maquinarias que dejaban el cielo por una bruma de toxinas. Pero pese a todo, de lo único que estaba segura era de mi convicción a reinventar mi vida en la ciudad y a enfrentar mi pasado.

Alex, a mi lado en la cubierta del barco, no se veía tan emocionada. No había querido volver, me había costado convencerla, para ella suponía un gran esfuerzo y demostración de afecto el haberme acompañado. Decía que de solo pensar en Inglaterra un escalofrío le corría por la espalda. El sentimiento era mutuo, ya que ambas habíamos tenido que abandonar nuestro país en busca de refugio. En Nueva York nos habíamos encontrado, habíamos creado una burbuja perfecta e inquebrantable, habíamos formado un hogar, lejos de pesadillas y remordimientos. Y ahora la obligaba a volver a un pasado escalofriante que ni siquiera podía recordar.

—Señorita, su mano —dijo uno de los sirvientes del barco, interrumpiendo mi pensamiento.

Al bajar por la rampa y con nuestras valijas a los pies, esperamos el transporte que nos llevaría hasta el apartamento que habíamos rentado. No era nada ostentoso pero era céntrico y barato gracias a nuestros contactos en Nueva York. Alex, una vez más, tampoco estaba contenta con la elección. Ella disfrutaba más de lo costoso, de las sábanas de seda, el marmol brillante y las lámparas de cristal, el piso rentado con parket húmedo y paredes mohosas era una atrocidad para su gusto. Y nada de lo que dijera parecía calmar su disgusto.

—¡Es una pocilga! ¡Hubieramos estado mejor abajo de un puente! —gritaba, abriendo sus valijas, sacando su ropa y poniéndola en el armario, que era lo único que parecía nuevo y limpio. Yo me senté sobre la cama, doble, grande, con barrotes largos hasta el techo.

—No sé qué más puedo decir —me rendí—. ¿Quieres volver a Nueva York? Hazlo. —Me desplomé sobre el colchón, la humedad de la habitación me estaba dando dolor de cabeza. A los pocos segundos, su rostro apareció sobre el mío. Sus codos apoyados en el colchón, por encima de mi cabeza.

—No. No voy a dejarte sola aquí en esta ciudad de lobos, eres mi mejor amiga. Mi familia.

—Podrías encontrar a tu familia verdadera—solté sin más, recordando que aquel viaje no se trataba solo de mí. Alex frunció el ceño, no le gustaba hablar de su familia. No los recordaba con claridad, a veces tenía algún flash de su niñez y lo poco que recordaba no eran memorias felices. Pero no podía dejar que su pasado siguiera a oscuras, ella tenía que saber su origen. Trataba de hacerla entender que vivir sin memoria del pasado era vivir a ciegas. El tiempo pasado es fundamental para el crecimiento, para aprender de los errores, para darle fundamentos a nuestros instintos—. Y estoy bastante segura de que puedo cuidarme sola.

No le temía a los lobos, yo era uno.

Ella simplemente rió y siguió acomodando su ropa, haciendo planes para la noche en voz alta.

*

Luego de cenar en el restaurante situado en la planta baja del edificio, Alex me llevó a uno de los clubes nocturnos que uno de nuestros amigos americanos nos había recomendado: The Crown Club, una especie de Cotton Club newyorkino, donde bandas en vivo tocaban para los invitados mientras estos deleitaban de bebidas espumantes y los últimos cotilleos del círculo. Y por supuesto, la atención estaría puesta en nosotras.

Fragmentada Donde viven las historias. Descúbrelo ahora