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Era medianoche, mis niños hacía horas que estaban durmiendo y solo se escuchaba el ulular de los búhos y algunos grillos aventureros. Era hora. Me levanté, me vestí, tomé una vela y, haciendo el mínimo ruido posible, abandoné mi hogar.

El ligero poncho que llevaba en los hombros no hacía mucho por aplacar el frío de una noche otoñal y no era nada elegante, pero no tenía tiempo para arreglarme mejor. Además, Ben decía que podría vestir una bolsa de arpillera e igualmente me vería bonita.

En un mundo tan vanal, eso era todo lo que me importaba: él me apreciaba por sobre lo material. No tenía dinero, no tenía sentido de la moda, nunca sería popular como esas chicas americanas y aún así a Ben le importaba mi interior. A veces bromeaba, diciéndome que aunque tenía el rostro de un ángel era mi personalidad lo que más amaba.

Nos conocíamos desde hacía mucho tiempo. Nuestro amor no era algo fugaz, habíamos traspasado barreras que muchos otros no se habían atrevido a corromper. O, en realidad, él había roto con la tradicicón de su familia. Una instituriz de huérfanos, sin familia, sin prestigio, no era lo que habían pensado para su hijo. A Ben no le importaba mi procedencia, él fantaseaba con tener nuestro hogar, nuestros hijos. Me llenaba el corazón de alegría, me hacía sentir la persona más afortunada.

Caminé en plena noche, soportando el frío, hasta llegar a las ruinas de lo que había sido una mansión en la antigüedad. Allí, entre paredes rotas de piedra, podía visualizar las llamas de una hoguera. Sonreí, él estaba allí, esperándome como cada semana. Esas ruinas eran nuestro refugio, nuestra burbuja inquebrantable, donde no existían las miradas de desaprobación, donde no había lugar para comentarios despectivos.

—¿Va a ser así siempre? —pregunté, abrazándolo, abrigándome en sus brazos y tomándome el atrevimiento de inhalar su aroma—. ¿Por qué debemos escondernos como si fuéramos criminales? ¿Por qué las clases sociales deben interferir en lo más puro y maravilloso que nos ofrece la vida?

Él tomó mi rostro en sus manos y me besó en la frente. Luego observó mis labios, ya azules por el frío, y me ofreció sentarme sobre la manta que había colocado en el suelo, frente al fuego. Me arropó aún más con el poncho que llevaba y me abrazó.

Conversamos por largo rato sobre nosotros. Ben comenzaba a hastiarse de los comentarios de terceros hacia nuestra cercanía. Me confesó que me trataban de ser una oportunista y a él un demente. Ben quería que todo aquello se terminara, no podía soportar que me ensuciaran y tampoco podía continuar defendiéndome a los golpes. "Toda esa persecusión debía terminar", me dijo.

—No se detendrán, no van a descansar hasta separarnos. Y quizás eso sea lo mejor, tú estarías mejor —me rendí, sacando un brazo de mi pequeño nido para tocar su pómulo, donde un moretón comenzaba a disiparse.

Tomó mi mano y la beso, cerrando los ojos. "Eso nunca", me contestó, haciéndome sentir que mi corazón explotaba como mil fuegos artificiales. No estaba dispuesto a renunciar, por más que el camino fuera difícil. Fue entonces que, mirándome serio, me propuso casamiento.

Me quedé petrificada por un momento, procesando lo que me había dicho. Continuó diciéndome que era la única manera de que los demás nos tomaran en serio, para que las agresiones terminaran y que, además, sentía que era el momento, que quería que envejeciéramos juntos, que no podía imaginar a nadie más en mi lugar, siendo la madre de sus hijos. Me amaba.

Acepté.

*

—Yo solo digo que tengas precaución —dijo la señora Coleman.

Fragmentada Donde viven las historias. Descúbrelo ahora