Seis

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Cuando uno de los gemelos apareció por fin en el umbral de su tienda, el Maestro hacía tiempo que lo esperaba. Si hubiese sido más joven e inocente le habría rogado a los Dioses por otro destino que no fuese este, pero ya había dejado esas falsas ilusiones atrás. Lo que antes había sentido como caprichos divinos, hoy no eran otra cosa más que caminos que transitar. El suyo era ser testigo. De todas maneras las palabras que surgieron de los labios del muchacho inundaron el espíritu de Tighuel de tristeza.

Muraco había sido bendecido con uno de los destinos más difíciles. Tendría que demostrar desinterés ante todo lo que alguna vez fue suyo, incluida su propia existencia. El Maestro lo había Visto heroico, había soñado al Oso rugiendo en defensa de la tribu y a cada hombre y mujer rebosante de vida. También había Visto sacrificio y dolor.

Muraco dejaría esta tierra tal y como había llegado a ella, con muerte y silencios.

Ahora lo oía hilvanar sus ideas y en su mente observaba como su plan se formaba cada vez con mayor claridad. No era el único rumbo que había vislumbrado Tighuel para él, pero era el que el gemelo había elegido. El Maestro honraría su decisión y se ocuparía de que todos conocieran su esfuerzo.

Estrecho el cuerpo del hombre que había atestiguado nacer y sintió dicha. Muraco le había enseñado muchas cosas en cada una de sus acciones. Este acto era una enseñanza más, la aceptación de aquello que nos es encomendado y la certeza de que se está haciendo lo correcto. Tighuel beso su frente y murmuró una plegaria al Guerrero para que cuidase de su espíritu.

Como era de esperar no todos reaccionaron con la misma calma ante el plan de Muraco, si bien se habían acostumbrado a sus inusuales y creativas maneras de resolver los conflictos, esta vez estaba yendo demasiado lejos. Algo impropio del gemelo bendecido por la luna. Aun así toda opinión y sugerencia fue desoída, tanto el halago y la promesa de gloria del Consejo de ancianos como el llanto y desconsuelo de Naan Pallaton.

Cuando Muraco termino su relato, toda su atención y expectativa estaba puesta en su hermano. Él haría lo que debiera y lo haría con gusto pero temía por Hakan.

—¿Cuándo nos vamos? —inquirió el menor respondiendo una pregunta que el mayor no se había animado a pensar llenándolo de alivio.

Ayashe estaba parada a su lado y tardo unos segundos en comprender lo que estaba diciendo su amado. La muchacha se arrojó sobre él y entre sollozos le imploro que se quedara.

—Acompañar a tu hermano es una muerte segura.

—No puedo hacer otra cosa que ir, Ayashe. Dejar a mi hermano solo no es una opción —le contesto Hakan abrazándola contra su pecho intentando calmarla.

—¿Dejarme a mí si lo es? Yo te necesito conmigo —replicó la joven aferrándose al cuerpo del gemelo. —Tú no has visto lo que vio Muraco, no tienes por qué ir.

Ayashe no entendía porque Hakan podía siquiera pensar en acompañarlo. No esperes demasiado de los gemelos, le habían dicho. Nada es más importante para ellos que su otra mitad. Ayashe sin embargo pensó que ella sería diferente. Incluso se había habituado a ser siempre la segunda opción, pero esto no era solamente un cambio de planes a último momento o las ya no tan sorpresivas ausencias nocturnas, era algo más.

—Lo lamento, nunca quise que sufrieras por mí —respondió el joven secándole las lágrimas. —Debo irme porque quedarme seria mi muerte. Sé que Muraco no me necesita, pero yo lo necesito a él.

Hakan la besó como si no hubiese un mañana y caminó hacia su hermano sin mirar atrás.

Ayashe mantuvo su mirada en ellos mientras se alejaban, vio al Consejo seguirlos murmurando recomendaciones y dándoles sus bendiciones. Ninguno de los dos parecía realmente oír lo que estaban diciéndoles, se notaba que tenían la mirada puesta en el porvenir, en algo que sólo ellos podían ver. A la mañana siguiente llevarían a cabo su plan. Ayashe sabía que conseguirían lo que buscaban, siempre había sido así. De todas maneras no pudo evitar sentir una profunda melancolía.

***

El sermón del domingo ya había comenzado cuando las puertas de la iglesia se abrieron nuevamente. El Padre que auspiciaba la misa estaba convencido de que todos sus parroquianos ya habían llegado, aun así le dio una fugaz mirada a los presentes antes de dirigirse con desaprobación a los retrasados. Para su sorpresa todos estaban donde deberían. Los recién llegados eran dos desconocidos y lo más perturbador aún, eran indios.

Los hombres que habían irrumpido la celebración del día del Señor eran jóvenes. Andaban descalzos, llevaban pantalones de piel curtida y el torso desnudo. A pesar de ello lo que más llamaba la atención de los colonos eran sus rostros idénticos enmarcados por los mismos cabellos negros y sus ojos, verde y amarillo.

Los hermanos, pues no podían ser otra cosa, toleraron en silencio las miradas indiscretas y encogiéndose de hombros atravesaron el umbral. En ese instante el Padre salió del estupor que lo había abrumado invitándolos a sentarse. Los dos muchachos se ubicaron en silencio en los últimos asientos disponibles con la vista al frene. El párroco carraspeó y se dispuso a continuar la misa. Mientras leía la Sagrada Escritura no podía evitar pensar en los indios, el porqué de su visita y las consecuencias de ello en su iglesia. Incluso en estos breves instantes habían perturbado la calma, algo que no podía más que indicar el inicio de los conflictos. Cada vez que elevaba su mirada veía como sus parroquianos se giraban con rapidez hacia el altar con ademanes culposos, las mujeres ruborizadas y los hombres rechinando los dientes. Los niños eran los únicos que no demostraban ninguno de los signos de la lujuria o la ira, pero también estaban absortos en los recién llegados y no se molestaban en ocultar su interés. Los indios por su parte se mantenían perfectamente inmóviles.

La ansiedad del Padre, que hasta ahora no había notado, se disparó y sus preocupaciones se multiplicaron. No podría haberlo explicado de manera lógica pero esta visita le generaba una espantosa sensación, como si un líquido frío y viscoso se deslizara desde su cabeza hacia sus pies recorriendo su espalda.

De un momento a otro todo fue caos. Los indios se pusieron de pie de un salto bloqueando la puerta de la iglesia y vociferando en un idioma extraño. Otras voces guturales se oyeron, y en respuesta a una señal desconocida infinidad maderas llameantes cayeron a través de las ventanas del recinto.

Los parroquianos intentaron esquivar los proyectiles, pero no todos tuvieron la misma suerte. Algunos perdieron la conciencia, otros sufrieron heridas. Los hombres intentaban rescatar a las víctimas de tales circunstancias cuando las bancas comenzaron a arder. Durante unos minutos de pánico y desorden, el fuego no tardo en propagarse.

Un grito de horror hizo que los colonos se voltearan en dirección a la puerta, a la única salida. Allí sucedía un espectáculo macabro.

El Padre que siempre se había mantenido en paz con cada ser vivo sintió una profunda impotencia y odio. A su alrededor todo era llanto y dolor de sus fieles. Frente a él, los indios sujetaban maderas encendidas hacia sus propios cuerpos, las llamas los acariciaron y se prendieron de sus ropas. El fuego con rapidez lo cubrió todo; pero los hermanos no exclamaron palabra. Aun cuando fueron sus carnes las que comenzaron a quemarse.

Gemelos de Sol y LunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora