La forma de las nubes

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Debemos parar un momento antes de comenzar esta historia. Vamos a ponernos en los zapatos de nuestro amigo, al que la ventura le rehuye ¿Qué podría haber pensado cuando los visitantes llegaron? ¿Qué pensarían ustedes? No quisiera estar en su lugar.

Solo imaginen. Un día, el que prefieran, se levantan de la cama y descubren que la persona que ustedes creen, es la otra mitad de su alma, se fue. No se llevó nada: ni su ropa, ni sus pertenencias. Solo ya no está. Qué podría pensar nuestro protagonista al no poder volver a tocarla, al no charlar con ella en cada comida, o sentarse juntos a encontrarle formas a las nubes —una de las pocas cosas que se podrían hacer en el lugar en que se encuentran—; ya no podrán compartir juntos la puesta del sol, ni recostarse en la cama a ver películas, y terminar juntos en un abrazo de amor.

Solo se ha llevado una cosa: su alma, su espíritu. Y eso es justo lo que a él más le duele. Se ha llevado lo que, a su opinión, era lo único que le pertenecía, su posesión más preciada. ¿Qué le queda ahora? Está en la calle. ¿Cómo podrá dormir sin su respiración reparando las heridas de su pecho? ¿Cómo escribir sin encontrar en sus ojos la inspiración? No se puede, no se puede sin ella.

Ahora que ya no está, tiene que hallar el modo para que, si bien no puede ya vivir, al menos debe sobrevivir.

El día en que Vidya se fue, pudo ser un gran día. Incluso se podría decir que los pajarillos cantaban más allá de los platanales. Arturo se despertó y no la encontró a su lado. No tenía de qué preocuparse; «seguro está preparando el desayuno» pensó él. Entonces, con la intención de fingir sorpresa, esperó varios minutos, se hizo el dormido, para que ella lo despierte con un beso, tal y como hacía cada vez que quería mimarlo.

Al ver que no aparecía, no tuvo más remedio que levantarse, y nada.

Recorrió todas las habitaciones del caserón, en un intento de encontrarla. Fue inútil.

Salió de casa y preguntó a las vecinas, que ya se reunían en sus charlas de la mañana. Interrogó a todas, y todas le decían que no la vieron.

Hasta que una, solo una, le dio razón de ella.

―La vi junto a la estatua que está frente a la capilla ―le dijo.

Corrió lo más rápido que pudo, tenía en su mente la pregunta de «¿Qué rayos hace allí?». En el corazón, una duda que le crecía a cada instante, sin saber ni siquiera por qué.

Llegó, y allí estaba, aunque en realidad ya no estaba. Sus cabellos de turmalina se mezclaban con la arena del pavimento, sus ojos de jade miraban al cielo, como a la espera de que un ángel pasara, o tal vez, buscaba la forma de las nubes. Su figura, como una mina de piedras preciosas, se entrelazaba con el suelo, buscaba volver al polvo del que fue creada. Estaba allí, pero ya no estaba. Estaba su cuerpo, pero su alma le fue arrebatada. El cáncer, el cáncer se la llevó.

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