La estatua del Guardián

299 45 4
                                    

No podría saber hacia dónde van, porque ni los pájaros parecen saberlo. Salen de la casa, y cruzan varios metros de tierra sin labrar hasta llegar a la estatura del ángel, frente a la capilla, sobre la cual Vidya murió.

Una vez allí, los pajarracos se detuvieron y el pájaro blanco volvió a soltar su llanto agorero.

«Nunca más».

Nuestro amigo cae de rodillas, los sonidos esta vez son como crepitaciones de una llama que no se apaga. El suelo lo recibe y se recoge tanto, que las mismas aves sienten lástima de su dolor. Empieza a llorar. No se acerca hasta allí desde que la encontró sin vida tendida en tierra. No quiere revivir ese momento. No existe dolor tan grande en toda la faz de este y otros mundos, como el de mantener en brazos al ser amado, ya sin vida. Y sin vida quiere estar él.

Y no es hasta ese momento en que nuestro personaje piensa en su propia muerte. Se sorprende por no hacerlo antes. Es la única respuesta a todos sus problemas. Si se mata, no solo estaría cerca de Vidya por el resto de la eternidad, sino que se alejaría también de este maldito mundo que le dio una vida y se la arrebató.

Pero también está la opción que después de la muerte no lo esperara un paraíso o infierno; sino un prefacio, una lápida dura y un cajón donde se convertirá en alimento para gusanos. "Alimento para gusanos"... Recuerda esa extraña conversación ¿podría ser posible que para ese momento ella ya estuviera informada de su enfermedad? Esa tarde le hizo preguntas muy extrañas, y por primera vez tuvo miedo de perderla, aunque ella jamás lo supiera. Ahora que el momento llegó, es propicio admitir que no, no está preparado para perderla, y nunca lo estará.

«Nunca más».

Otra vez, esas palabras malditas, que en su tiempo habrían servido como un revitalizante impulso, en la noche no hacen más que taladrarle el alma. El sonido reaparece como un repique de campanas, lento y constante. Se tapa los oídos, como si con eso pudiera hacer callar los sonidos que provienen de su mente de orden de los cuervos. Gira hacia ellos, y ve al cuervo negro en la cabeza de la estatua del guardián. El ave blanca, cuyo perfume le recuerda al de su esposa, desaparece.

El otro cuervo es más desgarbado, y sus ojos ígneos producen un singular estremecimiento. Su presencia es mucho menos reparadora que la de su compañero; puede decirse incluso, condenatoria. Suena tonto, pero en la mirada de aquel mensajero de mal agüero, no existe sino odio y desolación. Aunque, lo más probable es que eso mismo sentiría Arturo al verse tan derrotado y famélico, de verse vuelto ceniza, un despojo de ser humano. Y no por culpa de Vidya, que quizá con la pregunta de aquella vez, le anunciaba su decisión; sino por no ser lo suficientemente fuerte como para afrontar el dolor.

...Sígueme.

Y Arturo lo hace.  

Los cuervosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora