―Dame una sola razón por la que tenemos que tener una cosa tan nefasta como esto en nuestra casa.
Se le notaba una faz lago perturbada. Hervía en cólera, se podría decir.
―Protección cariño, protección ―dijo él― la gente sabe que tenemos más dinero que ellos, nunca está de más ser precavidos.
―Protección nada. ¡Estás en un pueblo! Podrías dejar un fajo de billetes en tu puerta y aparecería al día siguiente. ―Alzó la voz. —Corremos más peligro con esto en nuestro cuarto que sin él; así que decide, yo no vuelvo a entrar a esta habitación hasta que hayas eliminado eso.
Y salió. Era paradójica su manera de combatir la violencia con violencia, aunque ella hacía que incluso la violencia fuera dulce. No evitaba tampoco ser tajante. Tras tanto tiempo de relación, Arturo sabía que cuando a su mujer se le metía algo en la cabeza, no existía poder humano capaz de sacárselo. Y el odio a las armas se le había metido hace años. Su padre murió gracias a una de ellas.
Tampoco es que a él le gustara mucho la idea de tener una pistola; pero estar solos en un lugar al que recién llegaban, con caras no del todo conocidas, le producía cierto temor.
Para Vidya, las armas eran la personificación misma de la muerte —y, en verdad, lo son—. «Claro que hay muchas cosas que pueden servir para matar» se le oía comentar a menudo, «pero esas cosas fueron creadas con ese único y exclusivo objetivo; un cuchillo sirve para cortar, y hace nuestra vida más fácil, de la misma forma que una cuerda nos permite atar cosas; pero intenta hallarle algún otro sentido a ese pedazo de metal con un gatillo, no podrías, y aunque pudieras, no sería para lo que fue creada. Por lo tanto, son los instrumentos más inútiles que pudieran alguna vez haberse inventado. Quien adquiere uno, lo hace con la firme predisposición de cobrar una vida algún día».
Salió nuestro protagonista con el objeto en la mano en busca de su esposa, y cuando la encontró sentada junto a la estatua de ángel —sobre la que luego su cuerpo acabaría— dijo:
―Ten, tómala, si te pierdo a ti, pierdo también mi vida.
―No la quiero ―replicó ella―. La quiero fuera de mi hogar.
―Y así será. ―Le dio un beso suave en los labios.
Le tomó la mano y salieron juntos a esas horas de la noche hasta el canal que irrigaba las tierras, tomaron juntos el metal y lo lanzaron lo más fuerte que pudieron, y este se perdió en el agua.
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Los cuervos
Short Story¿Como vivir sin su respiración reparando las heridas de su pecho? Es una pregunta que Arturo se hace día tras día, noche tras noche. Ha perdido todo pues la ha perdido a ella. Y ahora no sabe como seguir. Los cuervos lo vigilan, lo juzgan y lo sent...