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Tras cinco años como mentora había llegado a un punto en el cual me era imposible dormir más de diez minutos sin sufrir una pesadilla. Hora tras hora, noche tras noche. Los gritos de Peeta se sumaban a los míos en el silencio de la Aldea. Nadie dormía.

Haymitch solía estar lo bastante borracho para no escucharnos pero mi madre y Prim no corrían con esa suerte.

Al final cansados de esa situación mi madre y Haymitch mantuvieron una larga charla hasta llegar a una solución.

Era por eso que me encontraba rodeada por los reconfortantes brazos de Peeta.

Decidieron que Peeta se mudara a vivir a nuestra casa, bueno, más bien a dormir. Prim se cambio al cuarto vacío y Peeta al antiguo de Prim, el más cercano al mío.

Así que cuando llegaba la noche Peeta se metía en mi cama hasta que me dormía y luego se iba a la suya. Parecía que de esta forma lográbamos dormir todos.

Pensaron en que fuera yo a su casa pero mi madre no veía bien que estuviéramos los dos solos en la casa, menos si íbamos a dormir juntos. Por muy "comprometidos" que estuviéramos.

En cuanto amanecía Peeta se iba a hornear a su casa, nos dejaba pan, bollos y galletas y acudía a la panadería de sus padres para ayudarles. Yo me ponía mi ropa de caza, metía en mi bolsa varios de los bollos de queso que Peeta dejaba especialmente para mi y me adentraba en el bosque. Pasaba allí toda la mañana y regresaba a la hora que mi hermana llegaba del colegio para comer las tres juntas. Por la tarde me sentaba con Prim y le ayudaba si podía con los deberes. A su edad yo no acudía ya al colegio al haber ganado los juegos por lo que no hacía gran cosa salvo pasar tiempo con ella. Si llegaba algún paciente grave y mi hermana debía ayudar a mamá a mi me despachan al estudio o fuera de casa. Sabían que no soportaba ver sus heridas o escuchar sus gritos, me recordaban demasiado a la arena. En el estudio no aguantaba demasiado tiempo, por mucho que lo habíamos limpiado me parecía que seguía oliendo a Snow, enseguida sentía que me costaba respirar y salía de allí corriendo.

A veces paseaba por la Aldea y si hacía demasiado frío entraba a casa de Haymitch para fastidiarlo un poco, aunque normalmente era siempre yo la que acababa enfadada.

Unas 4 o 5 veces bebí con él, sólo por hacer algo diferente, para olvidar y no pensar en nada. Cuando anochecía me iba tambaleando hasta casa recibiendo una mirada desaprobadora de mi madre y una de pena por parte de Prim. Peeta en la cama, a pesar de que mi olor siempre me delata nunca decía nada. De hecho, a penas nos dirigíamos la palabra. Nos llevábamos bien y ambos sabíamos que podíamos mantener una conversación sin problemas pero funcionábamos mejor así.

Años atrás habíamos intentamos ser amigos, para que todo fuese más fácil, pero vimos que ocurría todo lo contrario. En vez de ayudarnos nos hacíamos daño. Y había tanta tensión a nuestro alrededor que hasta cualquier imbécil del Capitolio lo habría notado. Era imposible continuar por ese camino. Por eso decidimos que nos limitaríamos a hablar sólo cuando fuera realmente necesario.

Para evitar todo ese malestar Peeta comía con su familia y cenaba en su casa solo. Mi madre y Prim lo invitaban muy a menudo pero él siempre las rechazaba amablemente.

En las pocas ocasiones que aceptó los tres hablaban animadamente, sólo se creaba un gran silencio si intentaban meterme en la conversación. Lo cual hacía que yo me enfadara y que Peeta se sintiera culpable. Y todo rebotaba de nuevo en mi madre y Prim. Que andaban de puntillas a nuestro alrededor sin saber qué decir o cómo comportarse.

Y esa situación fue la que me llevó a casa de Haymitch a beberme todo su alcohol la última vez. Tras una cena entre los cuatro que había empezado bien pero rápidamente se fue al traste, terminé levantándome airada de la mesa, mi plato junto con mi silla y varios cubiertos salieron volando por mi repentino movimiento. Mi madre me llamó a la cocina para regañarme como si fuera una niña pequeña y ya no pude más. Exploté. Exploté como nunca antes. Solté todo el rencor que le tenía guardado desde los 11 años. Todo lo que nunca le había dicho. Sabía que debía callarme, le estaba haciendo daño, lo veía en sus ojos y además Prim y Peeta estaban en la sala de al lado, pero no pude contenerme.

Al intentar salir por la puerta de la cocina esta decidió ponerse también en mi contra y no abrirse. Le pegué tal patada que la puerta se salió de las bisagras y aterrizó en el jardín. El cristal se hizo añicos a mi alrededor mientras me marchaba furiosa de casa.

Entré en casa de Haymitch dando un portazo que lo hizo espabilarse. Me preguntó algo pero lo ignoré. Mi meta era llegar hasta su preciado licor. Cogí todas las botellas que pude abarcar en mis brazos y me senté en el sofá frente a él. Al ver que no le hacía caso, que ni siquiera le oía se acerco para quitarme una de las botellas. El gruñido animal que solté le hizo pensárselo dos veces y tomó la acertada decisión de ir a buscarse sus propias botellas. Y así acabamos, mano a mano. Nunca había bebido tanto. Las botellas vacías se estrellaban a mi espalda acallando las voces de mi cabeza. Haymitch bebía sin parar, una botella tras otra y yo le seguía el ritmo.

Dejé de sentir, de escuchar y de pensar. Justo lo que quería. Y en cierto momento perdí también la noción de la realidad.


Frente a mi estaban los 10 niños que había visto morir como mentora. Sus ojos sin vida me reclamaban el no haberlos salvado. Sus brazos escuálidos apuntaban en mi dirección. Señalándome como lo que era, la culpable de sus muertes.

Empezaron a acercarse y rodearme. Me insultaban, me lanzaban piedras, me empujaban y entonces ...


No sé si fue la caída o mis propios gritos lo que me despertó. Estaba en casa de Haymitch, muy aturdida, apestando a alcohol y con un horrible dolor en la cabeza, pero no debido a la bebida sino al golpe que me había dado al caerme del sofá. No podía dejar de gritar y patalear.

Oía, muy a lo lejos, a Peeta, a mi madre y a Prim, parecían preocupados. Alguien intentó acercarse a mi pero yo era como un animal herido arañando y dando patadas. No dejaba de moverme y chillar como una loca. Quizás al final me había vuelto loca, quizás fuera lo mejor para mi.

Por lo que me contaron al día siguiente estuve así cerca de una hora, lo que más les preocupaba era la brecha que me había hecho al caerme del sofá, me había dado con la esquina de la mesa y la herida no dejaba de sangrar. Peeta por fin logró calmarme recibiendo un montón de golpes por mi parte. Cuando la locura cesó vino el llanto.

Mientras me llevaban a casa me pareció ver a Haymitch inconsciente sobre la mesa, ajeno a todo como siempre. Que suerte tenía.

Prim y mi madre consiguieron limpiar y curar mi herida, luego me metieron a la ducha y me pusieron el pijama. Cuando se marcharon esperé a que Peeta se metiera en mi cama para acurrucarme junto a él. Sus suaves palabras consiguieron que todo se apagara.

Canela y eneldoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora