Y ahí está ella, frente a mí, dentro de mi estudio que mide 137.4 por 305.5 pulgadas, la misma dimensión de la pintura Guernica de Picasso, no es coincidencia, lo sugerí de tal forma a una arquitecta de origen vasco. De norte a sur tiene dos claraboyas, pequeñas, dos extractores, una puerta de metal enrollable. Dos aires acondicionados. A mi derecha una mesa, y encima, algunas revistas de artes y literatura. Un libro, El arte de la resurrección, de Hernán Rivera Letelier, Premio Alfaguara de novela 2010, marcado en la página 91, y subrayado con un marcador verde fluorescente, una frase: «Diga usted una palabra, don Cristo, y mi hijo será sano», separado con un separador (valga la redundancia) amarillo de Alfaguara, y en él, con una foto color sepia del fenecido escritor, Premio Nobel de literatura, 1998; José Saramago, y se lee en letra oscura, en mayúscula, «Saramago siempre». Una laptop, un cubo de Rubik, apenas con una cara (la amarilla) formada. Una silla de escritorio verde limón, elevable y brazos negros de cinco ruedas (qué lástima), en ella me siento a escribir todas las basuras que llegan a mi juicio y terminan en la papelera de reciclaje de la laptop. En el área que pinto, en una mesa, tengo todos los estuches y latas de pintura de acrílico. El óleo me da rinitis y además es muy lento el secado, aunque puede esfuminarse con los dedos o pinceles o pelos de Maltas como nubes. Latas llenas de pinceles y brochas. Pintura reseca en la baldosa. En la pared. Por doquier. Un trípode, de pino americano, «es excelente, señor, no le caerá carcoma, recuerde, es americano» y, si pudiesen alguna vez pasar por aquí y verlo, uf, qué decepción. Paletas con pegotes de colores. Una nevera ejecutiva, con cerveza, Coca-Cola, queso holandés, palitos cerveceros, aceitunas, fresas, manzanas rojas, yogur y botellitas de agua mineral. Y ella desnuda sobre el diván color ocre, echada boca abajo, con sábana de la India de seda blanca y color rosa. Almohadas blancas, almohadones color rosa y, una cortina larga de seda, que desciende del techo sobre sus entornadas piernas rasuradas.
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La taxidermista
RandomUn pintor que calcina sus obras y una taxidermista, se conocen en un restaurante; luego del hechizante encuentro, surgen proposiciones y confidencias de la taxidermista (Pilar) que dejan absorto al pintor. Sus vidas, llenas de miserables angustias y...