1.(3) Los dos mundos.

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Por un momento no sentí miedo por el día siguiente sino la terrible certidumbre de
que mi camino iba cuesta abajo, hacia las tinieblas. Sentía claramente que a mi delito
seguirían forzosamente otros, que mi presencia ante mis hermanas, mi saludo y mis
besos a mis padres eran mentira porque yo llevaba en mí un destino y un secreto que
escondía ante ellos.
Durante un instante tuve un destello de confianza y esperanza al ver el sombrero de
mi padre. Podía decirle todo y aceptar su sentencia y su castigo; podía hacerle mi
confidente y mi salvador. Esto sólo significaría una penitencia, como lo había hecho
muchas veces, una hora difícil y amarga, un pedir perdón arrepentido y contrito.
¡Qué dulce me parecía aquello! ¡Cómo deseaba hacerlo! Pero era imposible. Sabía que
no lo haría. Sabía que ahora guardaba un secreto, una culpa que tenía que llevar yo
solo. Quizá me encontraba ahora en un momento crucial; quizás iba a pertenecer desde
ahora al mundo de los malos, a compartir secretos con los malvados, a depender de
ellos, a obedecerles y a convertirme en uno de ellos. Había jugado a ser hombre y héroe
y ahora tenía que soportar las consecuencias.
Me gustó que, al entrar, mi padre se fijara en mis zapatos mojados. Aquello distraería
su atención; así no se daría cuenta de lo peor y yo podía cargar con una reprimenda que
en secreto trasladaba a la otra culpa. Al mismo tiempo surgió en mí un extraño y nuevo
sentimiento lleno de espinas. ¡Me sentía superior a mi padre! Sentí durante un momento
cierto desprecio por su ignorancia; su reprensión por las botas mojadas me parecía
mezquina. «¡Si tú supieras!», pensaba yo como un criminal al que interrogan por un
panecillo robado, mientras él tiene asesinatos sobre su conciencia. Era un sentimiento
feo y repulsivo pero muy fuerte y con un profundo encanto y que me encadenaba con
fuerza a mi secreto y a mi culpa. Quizá, pensaba yo, Kromer ha ido ya a la policía y me
ha denunciado; los nubarrones empiezan a amontonarse sobre mi cabeza y aquí me
tratan como a un chiquillo.
De toda esta vivencia, de cuanto va relatado hasta aquí, constituyó este momento lo
más importante y perdurable. Fue el primer resquebrajamiento de la divinidad del padre,
el primer golpe a los pilares sobre los que había descansado mi niñez y que todo hombre
tiene que destruir para poder ser él mismo. Estos acontecimientos, que nadie ve, forman
la línea interior y esencial de nuestro destino. El desgarrón cicatriza y se olvida, pero en
el interior del ser continúa existiendo y sangrando. A mí mismo me dio en seguida miedo
del nuevo sentimiento, y me hubiera tirado al suelo para besar a mi padre los pies y
pedirle perdón. Pero no se puede pedir perdón por algo esencial; y eso lo siente y sabe
un niño tan profundamente como un sabio.
Tenía necesidad de pensar sobre este asunto y trazar caminos para el día siguiente;
pero no pude hacerlo. Me pasé toda la tarde intentando acostumbrarme al ambiente
transformado que reinaba en nuestro cuarto de estar. El reloj y la mesa, la Biblia y el
espejo, la librería y los cuadros se despedían de mí; con el corazón helado, me veía
obligado a contemplar cómo mi mundo y mi vida feliz y buena se transformaban en
pasado y se desligaban de mí. Me veía sujeto por nuevas y absorbentes raíces al mundo
extraño y tenebroso. Descubrí el gusto de la muerte; y la muerte sabe amarga porque
es nacimiento, porque es miedo e incertidumbre ante una aterradora renovación.
Por fin, llegó la hora de acostarme. Pero antes, como último purgatorio, tuve que
aguantar las oraciones de la noche, en las que se cantó una de mis oraciones preferidas.
Yo no canté; cada tono era como hiel y veneno para mí. Tampoco recé con ellos; y
cuando mi padre pronunció la acción de gracias y terminó con las palabras:
«Tu espíritu esté con nosotros», un impulso me apartó de su comunidad. La gracia de
Dios estaba con todos ellos pero no conmigo. Me fui a mi cuarto aterido y
profundamente cansado.
En la cama, después de un rato, cuando el calor y la seguridad me envolvían
cariñosamente, mi corazón volvió otra vez a la angustia, revoloteando temeroso en
torno a lo que había pasado. Mi madre acababa de darme las buenas noches, como
siempre; sus pasos aún resonaban en la habitación y el resplandor de su vela aún
refulgía en la puerta entreabierta. «Ahora -pensé-, ahora vendrá otra vez. Se ha dado
cuenta de todo. Me dará un beso, me preguntará con bondad y comprensión y entonces
podré llorar. Se me derretirá el hielo que tengo en la garganta, la abrazaré y se lo diré
todo. Entonces, todo volverá a la normalidad. ¡Será la salvación!» Cuando la rendija de
la puerta volvió a quedar a oscuras, estuve un rato escuchando, convencido de que tenía
que suceder así por fuerza.
Luego volví a mis penas y me enfrenté con mi enemigo. Le veía claramente. Tenía
guiñado un ojo, su boca reía brutalmente y, mientras yo le miraba, seguro de que no
podía escapar, él crecía y se hacía cada vez más horrible y sus ojos malvados lanzaban
destellos diabólicos. Estuvo junto a mí hasta que me dormí; y entonces no soñé con él ni
con las cosas de aquel día sino que mis padres, mis hermanas y yo íbamos en una barca
y nos rodeaba la paz y la luz de un día de vacaciones. En medio de la noche me
desperté, con el sabor de la felicidad aún en la boca; todavía veía brillar los trajes
blancos de mis hermanas bajo el sol. Pero me precipité desde aquel paraíso a la realidad
y de nuevo me encontré, cara a cara, con el enemigo de los ojos malvados.
Por la mañana, cuando mi madre entró presurosa diciendo que era tarde y
preguntándome por qué estaba aún en la cama, tenía yo muy mala cara. Al
preguntarme si me pasaba algo, vomité.
Parecía que con aquello ganaba algo. Me gustaba estar un poco enfermo y pasarme
una mañana entera en la cama, tomando manzanilla y escuchando cómo mi madre
arreglaba el cuarto de al lado y Lina recibía al carnicero en el pasillo. Una mañana sin
colegio era algo maravilloso y legendario. El sol jugueteaba en la habitación, pero no era
el mismo sol contra el que se bajaban las cortinas verdes en el colegio. Sin embargo,
todo aquello no tenía hoy el sabor de otras veces y me sonaba a falso.
¡Ojalá me hubiera muerto! Pero sólo me sentía un poco mal, como muchas veces me
había sentido, y con eso no se arreglaba nada. Sí; me salvaba del colegio, pero no me
salvaba de Kromer, que me esperaría a las once en el mercado. El cariño de mi madre
no me consolaba; me molestaba y me dolía. Me hice el dormido y me puse a pensar. No
había salida: a las once tenía que estar en el mercado. A las diez me levanté y dije que estaba mejor. Me contestaron, como siempre en estos casos, que me volviera a la cama
y que si no tendría que ir al colegio por la tarde. Dije que iría de buena gana al colegio.
Ya tenía trazado un plan.
Sin dinero no podía presentarme a Kromer. Tenía que hacerme con la hucha, que al
fin y al cabo me pertenecía. No contenía dinero suficiente, eso ya lo sabía; pero algo era,
y un presentimiento me decía que mejor era eso que nada y que así Kromer se
apaciguaría.
Tuve una sensación malísima al entrar en calcetines en el cuarto de mi madre para
sacar la hucha de su escritorio. Pero no era una sensación tan insoportable como la de
ayer. Los latidos del corazón casi me ahogaban, y no me fue mejor cuando descubrí en
el zaguán que la hucha estaba cerrada. Era fácil abrirla: sólo había que romper una fina
rejilla de hojalata; pero me dolió hacerlo porque con ese acto había cometido realmente
un robo. Hasta ahora sólo había goloseado terrones de azúcar y fruta. Esto, sin
embargo, era robar, aunque fuera mi dinero. Me di cuenta de que había dado un paso
más hacia Kromer y su mundo, de que iba poco a poco cuesta abajo, pero me obstiné en
ello. ¡Al diablo todo! Ahora no podía volverme atrás. Conté el dinero con miedo. En la
hucha hacía mucho ruido, pero ahora en la mano era una miseria: 65 céntimos. Escondí
la hucha bajo la escalera y con el dinero en la mano salí de la casa, con una sensación
totalmente nueva... Arriba alguien me llamaba, o eso me pareció; eché a andar de prisa.
Aún tenía mucho tiempo por delante y fui dando rodeos por las callejas de una ciudad
transformada, bajo nubes nunca vistas, ante edificios que me observaban y entre
personas que sospechaban de mí. En el camino me acordé de que un compañero mío
había encontrado un día un táler en el mercado de ganado. De buena gana hubiera
rezado para que Dios hiciera un milagro y me permitiera un descubrimiento así. Pero yo
no tenía derecho a rezar. Además, eso no hubiera arreglado la hucha rota.
Franz Kromer me vio venir de lejos, pero se acercó lentamente y como si no me
viera. Cuando llegó a mime hizo un gesto para que le siguiera, bajó por la Strohgasse,
cruzó el puente y siguió caminando hasta que se detuvo cerca de un edificio en
construcción, ya en las afueras. Nadie estaba trabajando en la obra; los muros se
levantaban desnudos, sin ventanas ni puertas. Kromer echó un vistazo a su alrededor y
entró por una puerta. Yo le seguí. Se paró detrás de un muro, me llamó y tendió la
mano.
-¿Qué, lo traes? -preguntó fríamente.
Saqué el puño del bolsillo y dejé caer mi dinero en la palma de su mano. Antes de
que hubiera caído la última moneda, ya lo había contado.
-Son sesenta y cinco céntimos -dijo, y me miró.
-Sí -contesté tímidamente-. Es todo lo que tengo; no es bastante, ya lo sé. Pero es
todo. No tengo más.
-Te creía más listo -me replicó casi con bondad-. Entre hombres de honor tiene que
haber orden. No quiero aceptar nada de ti que no sea justo, tú lo sabes. ¡Toma tus
perras! El otro, ya sabes quién, no intentará regatear conmigo. Ese paga.
-¡Pero no tengo más! Son todos mis ahorros.
-Eso es cosa tuya. Pero vamos, no quiero hacerte daño. Me debes aún un marco y
treinta y cinco céntimos. ¿Cuándo me los vas a dar?
-Los tendrás, Kromer. ¡Seguro! Aún no sé cuándo, pero quizá tenga pronto dinero,
mañana o pasado. Comprenderás que no puedo decírselo a mi padre.
-A mí eso no me importa. Pero ya sabes que no quiero hacerte daño. Yo podía tener
ese dinero antes del mediodía, y ya sabes que soy pobre. Tú tienes trajes bonitos y te
dan mejor comida que a mí. Pero no voy a decir nada. Esperaré un poco. Pasado
mañana te llamaré por la tarde, y me lo traes. ¿Conoces bien mi silbido? Me silbó una
señal que ya había oído muchas veces.
-Sí -dije-, ya sé.
Se marchó como si yo no tuviera nada que ver con él. Aquello había sido un negocio y
nada más.
Hoy todavía me asustaría el silbido de Kromer si lo oyera inesperadamente. Desde
aquel día lo tuve que escuchar muchas veces; me daba la impresión de oírlo
constantemente, sin cesar. No había lugar, juego, trabajo o pensamiento adonde no llegara ese silbido que me esclavizaba y que era mi destino. A menudo bajaba yo en las
tardes suaves y multicolores de otoño a nuestro pequeño jardín, que tanto me gustaba,
y un extraño impulso me llevaba a los juegos infantiles de épocas pasadas; jugaba a ser
un niño mas pequeño de lo que yo era y que aún era bueno, libre, inocente y protegido.
En medio de los juegos sonaba desde cualquier parte el silbido de Kromer, siempre
esperado pero siempre terriblemente inquietante e inoportuno, rompiendo la paz,
destruyendo mis pensamientos. Entonces tenía que salir y seguir a mi verdugo a sitios
apartados y feos, justificarme ante él y escuchar sus amenazadoras peticiones de
dinero. Todo esto duraría unas semanas, pero a mí me pareció que fueron años, una
eternidad. Raras veces conseguía dinero: de vez en cuando, alguna perra que robaba en
la cocina, cuando Lina dejaba allí la bolsa de la compra. Kromer siempre me reñía y me
hundía en su desprecio, diciendo que yo quería engañarle y estafarle, que era yo quien
le robaba lo suyo y le hacía desgraciado. Nunca, en toda mi vida, he sentido la desdicha
tan cerca del corazón; nunca he sentido mayor desesperanza ni mayor dependencia.
Había llenado la hucha de fichas de jugar y la había vuelto a dejar en su Sitio. Nadie
preguntó por ella. Pero también aquello podía venírseme encima cualquier día. Más que
al silbido brutal de Kromer temía yo a mi madre cuando se acercaba a mi suavemente:
¿vendría acaso a preguntarme por la hucha?
Como muchas veces me presentaba ante mi verdugo sin dinero, éste empezó a
atormentarme y a utilizarme de otra manera. Me hacía trabajar para él. Me obligaba a
hacer en su lugar los recados que le encargaba su padre, o me mandaba a hacer algo
difícil como saltar diez minutos a la pata coja o colgar a un transeúnte un monigote en la
espalda. Estos suplicios se prolongaban muchas noches en los sueños y yo me
despertaba empapado de sudor.
Durante un tiempo caí enfermo. Durante el día vomitaba a menudo y tenía frío; por la
noche, sin embargo, tenía fiebre y sudores. Mi madre se daba cuenta de que algo no iba
bien y me demostraba un cariño tan grande que me martirizaba, ya que no podía
corresponderle con franqueza.
Una vez mi madre me trajo un trocito de chocolate a la cama. Aquello era un
recuerdo de años pasados, cuando solía recibir estas pequeñas sorpresas si había sido
bueno. Me dolió tanto el recuerdo que sólo pude mover la cabeza. Ella me preguntó qué
me pasaba y me acarició el pelo. Sólo pude responder: «Nada, nada. No quiero que me
des nada.» Dejó el chocolate en la mesilla y salió de la habitación. Cuando al día
siguiente me quiso interrogar sobre lo sucedido, hice como si no me acordara de ello. Un
día trajo al médico, que me hizo un reconocimiento y me recetó abluciones frías por la
mañana.
Mi estado durante aquel tiempo era una especie de desquiciamiento. En medio de la
paz ordenada de nuestra casa yo vivía atemorizado y torturado como un fantasma; no
participaba en la vida de los demás y raras veces me olvidaba de mí mismo. Con mi
padre, que muchas veces me interrogaba irritado, me mostraba frío y hermético.

"Demian" ~Bts~Donde viven las historias. Descúbrelo ahora