3.(3) El mal ladrón.

38 4 0
                                    

Revelando por primera vez en mi vida un secreto tan íntimo, conté a mi amigo los
conceptos, tan arraigados desde mi infancia, de los «dos mundos»; y él se dio cuenta en
seguida de que, en lo más profundo, yo aceptaba sus razonamientos. Pero no era su
estilo aprovecharse de ello. Me escuchó con más atención que nunca, mirándome
fijamente a los ojos, hasta que tuve que apartar los míos porque volví a sorprender en
su mirada aquella extraña intemporalidad casi animal, aquella inconcebible antigüedad.
- Ya hablaremos otro día -dijo con cuidado-. Veo que piensas más de lo que puedes
expresar. Claro que si es así te darás cuenta también de que nunca has vivido
completamente lo que piensas; y eso no es bueno. Sólo el pensamiento vivido tiene
valor. Hasta ahora has sabido que tu «mundo permitido» sólo era la mitad del mundo y
has intentado escamotear la otra mitad, como hacen los curas y los profesores. ¡Pero no
lo conseguirás! No lo consigue nadie que haya empezado a pensar.
Sus palabras me llegaron al alma.
-Pero -exclamé casi gritando- hay cosas verdaderamente feas y prohibidas; ¡no
puedes negarlo! Están prohibidas y tenemos que renunciar a ellas. Yo sé que existen el
crimen y los vicios; pero porque existan no voy yo a convertirme en un criminal.
-Hoy no agotaremos el tema -me tranquilizó Max-. Desde luego, no vas a asesinar o
violar muchachas, no. Pero aún no has llegado al punto en que se ve con claridad lo que
significa en el fondo «permitido» y «prohibido». Has descubierto sólo una parte de la
verdad. Ya vendrá el resto, no te preocupes. Por ejemplo: desde hace un año sientes en
ti un instinto, que pasa por «prohibido», más fuerte que todos los demás. Los griegos y
muchos otros pueblos, en cambio, han divinizado este instinto y lo han venerado en
grandes fiestas. Lo «prohibido» no es algo eterno; puede variar. También hoy cualquiera
puede acostarse con una mujer si antes ha ido al sacerdote y se ha casado con ella. En
otros pueblos es de otra manera. Por eso cada uno tiene que descubrir por sí mismo lo
que le está prohibido. Se puede ser un gran canalla y no hacer jamás algo prohibido. Y
viceversa. Probablemente es una cuestión de comodidad. El que es demasiado cómodo
para pensar por su cuenta y erigirse en su propio juez, se somete a las prohibiciones, tal
como las encuentra. Eso es muy fácil. Pero otros sienten en sí su propia ley; a esos les
están prohibidas cosas que los hombres de honor hacen diariamente y les están
permitidas otras que normalmente están mal vistas. Cada cual tiene que responder de sí
mismo.
De pronto, como si se arrepintiera de haber hablado tanto, enmudeció. Ya entonces
intuía yo de forma aproximada lo que Demian sentía cuando actuaba así; pues aunque
solía exponer sus ideas de una manera muy agradable y aparentemente ligera,
detestaba «hablar por hablar», como me dijo un día. Notaba en mí que, junto al
auténtico interés, había demasiado juego, demasiado placer en el parloteo intelectual;
en una palabra, falta de absoluta seriedad
Al volver a leer las últimas palabras que he escrito: «absoluta seriedad», recuerdo
otra escena que viví con Max Demian en aquellos tiempos aún semiinfantiles y que me
impresionó vivamente.
Se acercaba la fecha de nuestra confirmación. Las últimas clases de religión trataban
de la comunión. El pastor dio mucha importancia al tema, cuidó mucho sus explicaciones
y consiguió que en estas últimas clases hubiera un cierto ambiente de unción religiosa.
Sin embargo, precisamente entonces mis pensamientos se concentraban en otra cosa:
en la persona de mi amigo. Esperando la confirmación, que se nos explicaba como
solemne acogida en la comunidad de la Iglesia, yo pensaba constantemente que el valor
de aquel medio año de enseñanza religiosa no estaba en lo que había aprendido sino en
la proximidad e influencia de Demian. No me preparaba a ser recibido en la Iglesia, sino
en algo muy distinto: en una orden del pensamiento y de la personalidad que tenía que
existir sobre la tierra y cuyo enviado o emisario consideraba yo a mi amigo.
Intenté rechazar aquella idea porque sería vivir, a pesar de todo, la ceremonia de la
confirmación con cierta dignidad, que me parecía poco compatible con mis nuevos
pensamientos. Pero fue en vano: el pensamiento estaba ahí y lentamente se fue uniendo
al de la cercana ceremonia religiosa. Estaba dispuesto a celebrarla de manera distinta a
los demás. Para mí iba a significar la entrada en un mundo ideológico que me había sido
revelado por Demian.
En aquellos días volví a discutir vivamente con él; fue antes de una clase de religión.
Mi amigo estaba distante y no se animaba ante mis palabras, que seguramente eran
muy sabihondas y pretenciosas.
-Hablamos demasiado. -dijo con desacostumbrada seriedad-. Las palabras ingeniosas
carecen totalmente de valor. Sólo le alejan a uno de sí mismo. Y alejarse de uno mismo
es pecado. Hay que saber recogerse en sí mismo por completo, como las tortugas.
Poco después entramos en clase. Comenzó la lección y yo me esforcé en atender.
Demian no intentó distraerme. Al cabo de un rato empecé a sentir a mi lado, donde
estaba él sentado, algo extraño: un vacío, un frío o algo parecido, como si el lugar que
ocupaba se hubiera quedado desierto. Cuando aquella sensación empezó a hacérseme
insoportable, volví la cabeza.
Vi a mi amigo sentado muy derecho y correcto, como siempre. Sin embargo, tenía un
aspecto totalmente diferente al acostumbrado; algo que yo desconocía irradiaba de él y
le rodeaba. Creí que tenía cerrados los ojos, pero luego vi que los mantenía abiertos;
estaban fijos, no miraban, no veían. Estaban dirigidos hacia dentro, hacia una remota
lejanía. Demian estaba completamente inmóvil y parecía que no respiraba; su boca
parecía como esculpida en madera o mármol, su rostro pálido, de una palidez uniforme,
era como de piedra, y sólo su pelo castaño tenía vida. Sus manos descansaban delante
de él, sobre el pupitre, inertes y quietas como objetos, como piedras o frutas, pálidas e
inmóviles; pero no blandamente, sino como firme y segura protección de una intensa y
oculta vida.
Aquel espectáculo me hizo temblar. «¡Está muerto!», pensé y estuve a punto de
gritar. Pero sabía que no lo estaba. Fascinado, no podía apartar los ojos de su rostro, de
aquella pálida y pétrea máscara, sintiendo que aquel era el verdadero Demian. Lo que
solía aparentar cuando iba y hablaba conmigo no era más que una parte de Demian,
aquel que durante un rato representaba un papel, plegándose y amoldándose para dar
gusto. Pero el verdadero Demian tenía este aspecto pétreo, ancestral, animal, bello y
frío, muerto y al mismo tiempo rebosante de una vida fabulosa. ¡Y en torno suyo el vacío
silencioso, el éter, los espacios siderales, la muerte solitaria!
«Ahora se ha sumergido del todo en sí mismo», pensé estremecido. Nunca me había
sentido tan solo. Yo no participaba de él; estaba fuera de mi alcance, más lejos que si se
encontrara en la isla más lejana del mundo.
No podía comprender cómo nadie, excepto yo, se daba cuenta. ¡Todos tenían que
verle, todos tenían que estremecerse! Pero nadie se fijó en Demian. Seguía erguido
como una estatua, rígido como un ídolo -según me pareció entonces-, mientras una
mosca se posaba sobre su frente y recorría lentamente su nariz y sus labios, sin que él
reaccionara con el más leve gesto.
¿Dónde se encontraba en esos instantes? ¿Qué pensaba, qué sentía? ¿Se hallaba en
un paraíso o en un infierno?
No me fue posible preguntárselo. Cuando al final de la clase le volví a ver vivir y
respirar, nuestras miradas se cruzaron y constaté que era el de antes. ¿De dónde venía?
¿Dónde había estado? Parecía cansado. Su rostro tenía otra vez color, sus manos se
movían; su pelo castaño, sin embargo, parecía ahora sin brillo y como cansado.
En los días que siguieron intenté varias veces en mi dormitorio un nuevo ejercicio: me
sentaba muy derecho en una silla, inmovilizaba los ojos, me quedaba completamente
quieto y esperaba a ver cuánto tiempo podía aguantar y qué sensaciones tenía. Pero
sólo conseguí cansarme y que 105 párpados me escocieran fuertemente.
Poco después fue la confirmación, de la que no me ha quedado ningún recuerdo
importante.
Después, todo cambió. La niñez fue derrumbándose a mi alrededor. Mis padres
empezaron a mirarme un poco desconcertados. Mis hermanas me resultaban muy
extrañas. Un vago desengaño deformaba y desteñía los sentimientos y las alegrías a que
estaba acostumbrado. El jardín ya no tenía perfume, el bosque no me atraía; el mundo a
mi alrededor parecía un saldo de cosas viejas, gris y sin atractivo; los libros eran papel y
la música ruido. Así van cayendo las hojas de un árbol otoñal, sin que él lo sienta; la
lluvia, el sol o el frío resbalan por su tronco, mientras la vida se retira lentamente a lo
más íntimo y lo más recóndito. El árbol no muere, espera.
Se había decidido que después de las vacaciones iría a otro colegio, por vez primera,
lejos de casa. A veces, mi madre se acercaba a mí con especial ternura, despidiéndose
ya por adelantado y esforzándose en llenar mi corazón de amor, nostalgia y recuerdo.
Demian estaba de viaje. Yo estaba solo.

"Demian" ~Bts~Donde viven las historias. Descúbrelo ahora