4.(4) Beatrice.

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Nuevamente volví a sentir con fuerza la nostalgia de Max Demian. No sabía nada de
él desde hacía años. Le había visto una sola vez durante las vacaciones. Ahora me
apercibo de que he omitido este breve encuentro en mis anotaciones; y veo que lo he
hecho por vergüenza y amor propio. Tengo que repararlo. Una vez, en las vacaciones,
iba yo paseando por mi ciudad natal con la cara hastiada y siempre algo cansada de mi
época de juergas, balanceando mi bastón y mirando con descaro a los burgueses con
sus rostros de siempre, aburridos y despreciables, cuando me vino al encuentro mi
antiguo amigo. Me sobresalté al verle. Automáticamente tuve que pensar en Franz
Kromer. ¡Ojalá hubiera olvidado Demian aquella historia! Era muy desagradable estar en
deuda con él; aunque, en el fondo, había sido una estúpida historia de niños, al fin y al
cabo yo no dejaba de estar en deuda con él.
Pareció esperar a que yo le saludara; y cuando lo hice lo más tranquilo posible, me
tendió la mano. Otra vez su apretón de manos ¡firme, cálido y, sin embargo, distante y
viril!
Me miró atentamente a la cara y dijo:
-Has crecido, Sinclair.
Él me pareció el mismo, tan maduro y tan joven como siempre.
Se unió a mí y dimos un paseo. Hablamos de muchas cosas sin importancia; pero
nada sobre el pasado. Recordé que le había escrito varias veces, sin recibir contestación.
¡Ojalá hubiera olvidado también las estúpidas cartas! El no habló de ellas.
Entonces aún no existía Beatrice ni el retrato; me encontraba en mi época de
disipación. En las afueras de la ciudad le invité a entrar conmigo en una taberna. Me
acompañó. Yo encargué con mucha jactancia una botella de vino, llené los vasos, brindé
con él y me mostré muy familiarizado con las costumbres estudiantiles. El primer vaso lo
vacié de un tirón.
- ¿Vas mucho a la taberna? -me preguntó.
-Pues si -contesté con desgana-; ¿qué va uno a hacer? En fin de cuentas, es lo más
divertido.
-¿Tú crees? Puede ser. Desde luego, la embriaguez, lo báquico, tienen su misterio.
Pero me parece que la mayoría de la gente que anda sentada en las tabernas no tiene
idea de eso. Me da la impresión que precisamente el meterse en las tabernas es algo
muy adocenado. ¡ Lo bueno sería pasar la noche entera con antorchas encendidas, en
una verdadera orgía desenfrenada! Pero eso de tomar un vasito tras otro no creo que
sea muy interesante, ¿no? ¿O acaso puedes imaginarte a Fausto sentado noche tras
noche en la taberna?
Yo bebí y le miré con hostilidad.
-Bueno, no todos somos Fausto -respondí secamente.
Me miró un poco sorprendido.
Luego se echó a reír con la frescura y la superioridad de siempre. ¡Bah! ¿Para qué
discutir? En todo caso, es probable que la vida de un borracho y libertino sea más
animada que la del ciudadano intachable; y además -he leído una vez- el libertinaje es la
mejor preparación para el misticismo. Siempre son hombres como San Agustín los que
se convierten en profetas. También él fue antes un disoluto y un hombre de mundo.
Yo sentía desconfianza y no quería dejarme dominar por él. Así contesté muy
indiferente:
-¡Sí, cada cual según su gusto! A mí, si quieres que te sea sincero, no me interesa ser
profeta o algo parecido.
Demian me lanzó una mirada inteligente con ojos ligeramente entornados.
-Querido Sinclair -dijo lentamente-, no tenía intención de molestarte. Además,
ninguno de los dos sabemos con qué fin vacías ahora tu vaso. Pero aquello que tienes en
tu interior, aquello que conforma tu vida, silo sabe; y es bueno tener conciencia de que
en nosotros hay algo que lo sabe todo, lo quiere todo y lo hace todo mejor que nosotros.
Pero, perdona, tengo que irme a casa.
Nos despedimos brevemente. Yo me quedé muy malhumorado, vacié aún la botella y,
al marcharme, me encontré con que Demian había pagado. Aquello me molestó aún
más.
Mis pensamientos se concentraron en este pequeño suceso; y Demian los ocupaba
todos. Las palabras que pronunció en aquella taberna de las afueras de la ciudad me
volvieron a la memoria, frescas e indelebles. «Y es bueno tener conciencia de que en
nosotros hay algo que lo sabe todo.»
¡Qué ganas tenía de ver a Demian! No sabía nada de él ni estaba a mi alcance. Sólo
sabía que probablemente estaría estudiando en la Universidad y que su madre había
abandonado nuestra ciudad al terminar él sus estudios en el colegio.
Evoqué todos mis recuerdos de Max Demian, remontándome hasta mi aventura con
Kromer. ¡Cuántas cosas, de las que había dicho entonces, volvieron a surgir! Y todas
tenían aún sentido, eran actuales, me concernían. También lo que me había dicho, en
nuestro último y poco grato encuentro, sobre el libertinaje y la santidad, surgió con toda
claridad en mi alma. ¿No era exactamente lo que me había pasado a mí? ¿No había
vivido yo en la embriaguez y en el lodo, aturdido y perdido hasta que un nuevo instinto
vital había despertado en mí precisamente lo contrario: el ansia de pureza, la nostalgia
de la santidad?
Fui siguiendo mis recuerdos mientras caía la noche. Fuera llovía. También en mis
recuerdos oía caer la lluvia, bajo los castaños, el día que Demian me preguntó qué me
pasaba con Franz Kromer y acertó mi secreto. Una a una fueron saliendo las
conversaciones camino del colegio y durante las clases de religión. Al final recordé mi
primera entrevista con Max Demian. ¿De qué había tratado?
Aunque no me acordaba bien, tenía tiempo y me sumí totalmente en mis
pensamientos. Volví a precisar mis recuerdos. Habíamos estado parados delante de
nuestra casa, después de que él me había comunicado su opinión sobre Caín. Había
hablado del viejo y borroso escudo que campeaba sobre nuestro portal; y me había
dicho que el escudo le interesaba, que había que fijarse bien en estas cosas. Por la
noche soñé con Demian y con el escudo, que cambiaba de forma constantemente.
Demian lo sostenía entre sus manos; unas veces era pequeño y gris, otras imponente y
colorido, pero, según me explicaba él, siempre era el mismo. Al final me instó a comer el
escudo. Cuando lo hube tragado, sentí un temor terrible de que el ave heráldica
reviviera en mi, me llenara del todo y empezara a devorarme las entrañas. Lleno de
terror, me desperté.
Era aún noche cerrada. Me despabilé y oí que Ja lluvia caía dentro de la habitación.
Me levanté a cerrar la ventana y pisé algo blanquecino que había caído en el suelo. Por
la mañana vi que era mi pintura. Estaba en el suelo, mojada, y se había arrugado. La
puse a secar entre dos secantes dentro de un libro pesado. Cuando fui a verla al día
siguiente, se había secado y también había cambiado. La boca roja había palidecido y
parecía más fina. Era la boca de Demian.
Me puse a hacer un nuevo dibujo del ave heráldica. No recordaba muy bien su
verdadero aspecto; sabía que muchos detalles ya no se reconocían, porque el escudo era
viejo y había sido pintado varias veces. El pájaro estaba posado sobre algo: una flor, un
cesto, un nido o una copa de árbol. No me importaba demasiado y comencé a pintar lo
que recordaba claramente. Por un impulso indeterminado comencé en seguida con
colores fuertes. La cabeza era en mi dibujo amarilla. Fui pintando según el humor que
tuviera y acabé al cabo de unos días.
Resultó un ave de rapiña con una afilada y audaz cabeza de gavilán, con medio
cuerpo dentro de una bola del mundo oscura, de la que surgía como de un huevo
gigantesco, sobre un fondo azul. Mientras más miraba mi obra, más me parecía que era
el escudo coloreado que había visto en mi sueño.
No me hubiera sido posible escribir una carta a Demian, aunque hubiese sabido su
dirección. Pero, guiado por la vaga intuición que determinaba todos mis actos, decidí
mandarle el dibujo del gavilán, llegara o no a sus manos. No puse nada encima, ni
siquiera mi nombre; recorté cuidadosamente los bordes, compré un sobre grande y
escribí sobre él la antigua dirección de mi amigo. Luego, lo eché al correo.
Se aproximaba un examen y yo tenía que estudiar más que de costumbre, para el
colegio. Desde que había abandonado aquella conducta despreciable, los profesores me
habían acogido otra vez con benevolencia. Tampoco era ahora un buen alumno; pero ni
yo ni nadie se acordaba ya de que medio año antes todos habían dado como probable mi
expulsión del colegio.
Mi padre volvió a escribirme en el tono de antes, sin reproches ni amenazas. Pero yo
no sentía la necesidad de explicarle a él o a quien fuera cómo se había producido aquel
cambio. Era pura casualidad que hubiera coincidido con los deseos de mis padres y
profesores. El cambio no me acercó más a los compañeros; no me acerco a nadie: sólo
me hizo más solitario. Pero me impulsaba hacia Demian, hacia un destino lejano. Yo
mismo no lo sabia, pues me encontraba en el centro de la corriente. Todo había
comenzado con Beatrice; pero desde hacía tiempo vivía con mis dibujos y mis
pensamientos sobre Demian en un mundo tan irreal que la había perdido totalmente de
vista, incluso en mis pensamientos. No hubiera podido contar a nadie una palabra de
mis sueños, esperanzas y transformaciones interiores, aunque hubiera querido.
Pero, ¿cómo lo iba a querer?.

"Demian" ~Bts~Donde viven las historias. Descúbrelo ahora