Capitulo 2.

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Ha venido Angélica esta tarde y he vuelto a perder tontamente más de media hora de estar con ella. ¡Que siempre me pase lo mismo!... Tanto como deseo verla, y oírla, y tocarla, y sentirla bien cerquita de mí, y luego pierdo así el tiempo... ¡Me da más rabia!... ¿Por qué seré tan nervioso? Pero en cuanto sé que ha llegado de visita, me confundo todo. ¡Qué voy a hacer! Me lo dicen, y siento como si me dieran un golpazo en el pecho, y se me sube primero toda la sangre a la cara, y después se me aflojan las piernas y me enfrío todo entero, y me pongo a tiritar y, en lugar de correr a verla, me voy al fondo de la casa, corriendo, sin poderme contener. ¿A qué me voy?, eso digo yo. Me voy a esperar... no sé a qué. Y es que me da miedo y no me atrevo a ir. Se me ocurre que, yendo así, de repente, me lo van a conocer... o que me va a dar algo. Y me la paso dando rodeos, hasta que poco a poco me voy acercando, acercando, y con un miedo... Me cuesta muchísimo llegar al salón, así, como por casualidad. Y es, también, que como ella me quiere tanto, en cuanto me ve me llama y me besa y me abraza. Si sólo me besara, no sería nada, no me haría tanta impresión, pero me ha de abrazar, y eso sí que no lo puedo sufrir. No sé, no está en mí: todo es que la sienta apretada contra mí, y ya me entra una desesperación muy grande. Me ahogo, me dan ganas de llorar a gritos. Yo la apretaría, ¡claro!, con todas mis fuerzas, y le diría todo lo que sufro por ella, y que la adoro, y mil cosas. Sin embargo, en esos momentos me desespero y sólo atino a salir corriendo, hasta el último patio otra vez. Hoy me fui; tampoco pude soportar. Después no sabía cómo volver. Menos mal, que ella me llamó. Me hizo sentarme en el sofá, a su lado, y ahí me estuve toda la visita, mirándola, oyéndola conversar con mi mamá y sintiendo su olorcito especial... A veces, cuando estoy así, junto a ella, bien calladito, me dan deseos de estar enfermo para que hable de mí y de nadie más, y me haga cariños... No es que no haya estado contento esta tarde; pero es que también me he puesto triste... Siempre me pongo triste. Yo digo que me da esa pena de ver cómo la quiero yo, mientras ella me quiere como a un niño. Y es natural, ¿Cómo me iba a querer? ¡Qué desgracia, Dios mío, qué desgracia! ¿Qué podría yo hacer?...

Tengo mucha pena y quisiera tener más. Por la tarde vino Angélica y le pidió a mi mamá que me dejara acompañarla a las tiendas, y en la calle se nos juntó un joven que ni me miró y no hizo sino hablar con ella. A ninguna tienda entramos; anduvimos por muchas calles y a mí me echaban por delante cuando no había gente. Yo quería mirar para atrás, pero no me atrevía. Después se despidió él y nos hemos vuelto muy ligero. Ella estaba muy contenta. Mientras más ligero andábamos, más triste me ponía yo, hasta que, ya en la esquina da casa, se me cayeron las lágrimas, y cuando ella me ha visto llorar se ha llevado un susto y me ha preguntado por qué lloraba. Yo le he contestado que porque ese antipático se nos juntó en la calle, y entonces ella ha soltado la risa, ha dicho: —«¡Qué chiquillo tan rico!»—y me ha preguntado si yo quiero ser su novio. Yo, por supuesto, me he quedado mudo. ¿Qué iba a decir? Y ella se ha puesto seria un rato y luego me ha hecho cariños. Pero siempre tengo pena... y quisiera tener más...

… y el tiempo va pasando y yo me voy poniendo peor. Me acuesto temprano y me hago el dormido inmediatamente para que me apaguen pronto la luz y me dejen solo y poder llorar, porque es tan bueno llorar cuando uno está así… ¡Con qué gusto se llora! Yo tengo que morder las sábanas para que mis hermanos no me oigan. Pero no se puede llorar mucho rato, ¿por qué será? Se va uno calmando sin querer y se le pone a uno el pecho muy fresco y, aunque quiera seguir llorando, no puede. Yo digo que no debía ser así, porque uno se queda con la pena. Yo, entonces, pienso en ella, en muchas cosas de ella y mías. Anoche me acordé de cuando vino por primera vez a casa. Se había puesto un vestido solferino, y se le reflejaba el color en la cara, y en los ojos se le veían también dos puntitos solferinos. ¡Estaba muy linda, pero muy, muy linda! ¡Cada día es más linda!... Esos ojos... como nuevecitos, flamantes, que pestañean de un modo tan raro, tan bonito: muy rápido, alegrándolo a uno; y el pelo se le riza y en las puntas se le va poniendo rubiecito... Yo la miraba, la miraba, ese día, y si ella me llegaba a mirar a mí, yo tenía que quitarle la vista porque me entraba una cosa muy extraña. Pero entonces sentía yo en la cara su mirada, como una cosa tibia que me dejaba sin fuerzas para moverme, ¡Por Dios, qué terrible! Mi mamá parece que lo notó, porque le dijo: — Este chiquillo se ha enamorado de ti, Angélica. No te despega la vista.— Mi mamá lo dijo riéndose, sin intención, pero yo, desde entonces, ya no pensé sino en ella, en Angélica digo, y en lo que dijo mi mamá y… hasta hoy. Ah, y otro día me preguntó ella si la quería y yo le contesté que más que a nadie en el mundo. ¡Qué bárbaro! Pero no me pude contener, se me escapó. Entonces me miró mi mamá y yo me tuve que corregir y decirle que después de mi mamá y de mi abuela y de mis hermanos. Pero no es cierto, ¡la quiero más que a todos! ¡Más que a todos, más que a todos! ¡Ay, qué gusto me da tener este cuaderno para decirlo! Me llaman para acostarme y no he alcanzado a hacer mis tareas del colegio. Me disculparé con que me dolía la cabeza, y me lo creerán, porque todo el día me ha dolido la cabeza y en el colegio lo han sabido... Y por último, aunque me castiguen. Yo tengo que escribir este diario porque no puedo conversar con nadie estas cosas, porque ¿a quién se las voy a decir, si a decírselas a ella no me atrevo y si mis hermanos son todos tan brutos?...

Mis hermanos no me quieren. Nunca me convidan a jugar porque dicen que no sé. Y tienen razón; yo no entiendo bien ningún juego, y es que no me gustan; y además no me divierten los otros chiquillos porque he visto que todos son muy distintos a mí. Ellos se olvidan de sus personas y de todas las cosas y pueden jugar a sus anchas, mientras que yo no me puedo olvidar de mí ni de nada, así es que nunca llego a fijarme bien en los juegos y siempre pierdo y hago perder a los de mi partido. Por eso dice mi abuela que soy una pobre criatura, que estoy flaco y paliducho, que tengo las piernas como palillos y que me tiene lástima. Más le tengo yo a ella, que tiene las manos llenas de venas y la cara color tierra seca y los labios blancos y los dientes amarillos, y que ni siquiera sabe tocar el piano como mi mamá, y no hace sino pelear con los sirvientes. En cambio, yo haría muchas cosas si fuera grande. Y si soy tristón, como ella dice, ¿qué le importa a nadie? Además, yo siempre he sido así; lo que sí que antes no tenía pena sino cuando hacía tristeza, en esos días raros, y ahora más que antes, pero es por Angélica, y es una tristeza que a mí me gusta. ¿Cuándo volverá Angélica? ¡Mi Angélica de mi alma!... Yo creía que iba a poder escribir en este cuaderno todos los cariños que le digo con mi pensamiento; pero ahora veo que aunque nadie vea lo que escribo, siempre me da una vergüenza muy grande escribir esas palabras que le digo sin hablar o a su retrato. Anoche me robé su retrato del salón, antes de acostarme, y me lo llevé a la cama y lo estuve besando mucho y le dije todas esas cosas que me da vergüenza poner aquí. Yo quería guardármelo para tenerlo siempre en mi cuaderno; pero de repente me entró mucho miedo de que me pillaran y no me pude quedar tranquilo, hasta que me levanté en camisa y lo puse otra vez en el álbum. ¡Claro!, me hubieran descubierto, porque en cuanto hubiesen preguntado, ye me habría puesto nervioso y me lo habrían conocido en la cara. Mañana domingo puede que la vea en misa, y si no, le voy a decir a mi mamá que nos mande a la casa de mis primos. Allá va Angélica loa domingos por la tarde, muchas veces, y yo me puedo pasar la tarde con ella en el balcón, y con mi tía Carmencita, que me quiere mucho porque dice que yo soy muy afectuoso. Ella sí que es buena y muy bonita, y tiene las manos gorditas y suaves, y sabe contar cuentos con una voz bien suavecita y bien tranquila...

El niño que enloqueció de amor - Eduardo Barrios.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora