Loa grandes dicen que todo lo hacen por el bien de uno, y mientras tanto no saben sino quitarle a uno los gustos que tiene. Dice mi mamá que lo hacen para que uno sea feliz cuando grande; pero otras veces dice que los grandes nunca pueden ser felices y que la felicidad no dura sino mientras uno es chico, ¿Cómo se entiende, entonces?... Tan feliz que estaba yo, y hoy mi mamá, se ha molestado conmigo porque he traído malas notas del liceo, y me ha dicho que me estoy volviendo torpe y que así no voy a pasar nunca del primer año. Entonces ha dicho mi abuela que como me la paso leyendo libritos de cuentos y pensando en las musarañas, no estudio; y mi mamá me ha roto los libritos, y ahora dice que nunca más me los comprará, aunque los pida por todos los santos del cielo, como no sea en las vacaciones. ¡Qué se va a hacer! Me gustaban porque me hacían pensar muy claro, como cuando estoy soñando y yo digo algo y me contestan, y me parece que soy grande y que me he casado con Angélica; y además, aprendía muchas palabras en los cuentos, y a poner los puntos y las comas, lo que no se puede aprender en el colegio porque el profesor lo explica con reglas que se olvidan. Es una lástima que me hayan quitado los cuentos, porque todo eso me servía para escribir mi diario. Si a mi abuela, ya se sabe, se le ocurre siempre lo más fastidioso. Como me odia… Porque se necesita tener odio para hacer lo que hace conmigo. Ya me he fijado en que cada vez que mi mamá se acuerda de cuando yo nací, mi abuela pone cara de furia y me mira con un rencor que parece que yo le hubiera hecho un daño muy grande naciendo. Y si me encargaron, ¿qué culpa tengo yo? Así se lo dijo una vez don Carlos, que era una cosa que no tenía remedio. Pero ella es muy bruta.
Como ya no tengo libritos de cuentos, hoy domingo me fui a mi rincón. Por disimulo y para contentar a mi mamá haciéndole creer que iba a estudiar, me llevé los cuadernos del colegio; pero no hice sino pensar en las hadas, y Angélica era la princesa y yo el niñito que en vez de irse a correr mundo por el camino de flores, se fue por el de espinas; así es que al fin yo me casaba con la hija del rey, es decir, con Angélica. Después me cansé de pensar; pero me quedé siempre en mi rinconcito, hasta que obscureció. Mi rincón está en mi cuarto, entre la cómoda antigua, la de incrustaciones de nácar, y la pared que da a la salita, y es el sitio que más quiero de toda la casa, Ahí escondo mi diario, bajo la alfombra, y ahí me gusta estar aunque no haga sino contar las rayas del papel de la pared; y pestañear como Angélica, y reírme como ella, y contestarme yo mismo todo lo que quiero que ella me conteste cuando le cuente mis planes. Yo no sé por qué le tengo cariño a todo lo que hay en mi rincón, y me lo sé de memoria: en el costado de la cómoda, en la corona que tiene en medio el pavo real, falta un pedacito de nácar; quedan treinta y dos. Lo que no me gusta es el ojo del pavo real. Parece de gente y da miedo. Por eso yo se lo arreglo siempre con el lápiz...
¡Cómo me pesa, cómo me pesa haberlo hecho! He sido un idiota, un animal. Y todo lo he perdido, y para siempre, tal vez, No sé qué voy a hacer ahora. ¡Dios mío, Virgen Santa, que se arregle esto! Pero si ya no es posible, si ya ni como a un niño me quiere... ¡Qué desesperación! No, si no puede ser. Angélica mía, perdóname, ten compasión de mí, que soy muy desgraciado. Nunca más seré grosero. Es que soy celoso y me volví loco. ¿Qué me daría? Debe de haber sido cosa del diablo... Me había acostumbrado a ir todas las tardes. Nunca me animaba a pasar de la esquina; pero por las puertas del almacén la divisaba, y aunque fuera temblando de impresión y de nerviosidad, pasaba el rato y me venía conforme. Pero ayer, yo que me asomo, y veo que está con el bandido ese del Jorge en el balcón. Si hubiesen estado los demás de la casa, siquiera... pero no, los dos solos, juntitos, y él le hablaba con la cara muy cerca de la suya y ella se reía. Y, ¡claro!, ¿cómo iba a poder contenerme? Todo fue verlos y obscurecérseme toda la calle y zumbarme los oídos, y correr y subirme a su casa... —Yo lo mato, lo mato,—iba diciendo por el camino, me acuerdo, pero en cuanto me vi ya en la mampara y preguntaron quién es y yo no sabía quién decir, se me cortó el ánimo y me quedé como un tonto y con un dolor aquí atrás, en la nuca, terrible. Y la sirvienta me abrió y me hizo entrar hasta el balcón, y ella, muy alegre, me besó y me preguntó varias cosas, pero yo no le podía contestar. Entonces me dice él, con un tono de gran personaje, el muy imbécil: —¿Cómo estás, chiquitín?— Y tampoco le contesto, sino que lo miro con un odio atroz. Entonces se miran los dos muy admirados, y él me pone la mano en la cabeza y yo se la quito de un manotón. Y él me dice no sé qué cosas más, como haciéndome bromas. Yo no le contesté nada todavía, pero ya cuando me preguntó que por qué estaba tan furioso, le dije: —Cállese, intruso, animal, bestia. ¿No se había ido al campo?— Y ella,... no lo haría por maldad,... pero me reprendió y me dijo que eso estaba muy mal hecho y que era muy feo, y que de cuándo acá me había vuelto un niño grosero y mal criado. No lo haría por maldad, pero... entonces, peor, pensé yo, porque rabia sí que se le conocía en la cara; y le contesté que más feo era lo que estaba haciendo ella con ese tipo ahí. Entonces se puso más enojada porque le decía tipo al otro,... tanto, que primero me asusté y después solté el llanto y me salí a la galería. Ella salió riéndose, entonces, detrás de mí, y ya me habló con suavidad otra vez y, afuera, me dio un beso y me quiso tomar en brazos, pero yo no soy ningún imbécil y me limpié la cara donde me había besado y no la dejé que me tocara. —¡Qué chiquillo más divertido! ¡Celoso! ¡Qué divertido!—decía la muy... ¿Y no quería también que volviera y le dijese a él que me disculpara?... Que porque era muy bueno y la quería mucho a ella... Pues menos que nunca, en ese caso. Así se lo dije. Y ahí fue la grande: se puso muy seria, de verdad; me estuvo mirando un rato, callada; luego me volvió a hablar: — Anda, vamos, no te pongas antipático.— Me dio una rabia... Y como le dije que más antipática estaba ella, (porque la odié con toda mi alma en ese instante,) me gritó: —¡Al diablo, chiquillo tonto! Mañana te voy a acusar a tu mamá estas gracias, verás.— Y se fue y ya no regresó. Qué más, no sé, sino que llegué a casa enfermo y llorando a gritos. Mi mamá me preguntó que qué me dolía y yo le dije que el estómago. Y me acostaron y me hicieron la mar de remedios y me dieron un purgante. Así es que, encima de todo, tuve que soplarme aceite de castor. Pero ya había dicho yo que era el estómago y todos decían: —Cólico, es cólico.— Además, así podía llorar con motivo. A veces no quería llorar más, de pena de ver a mi mamá tan afligida, pero no podía sujetar el llanto, era imposible... Lo raro es que no me desvelé. Al contrario, me quedé dormido muy temprano y sin saber cómo. Hasta que hoy desperté, ya muy tarde, cuando mis hermanos se habían ido al colegio sin mí. Yo no voy a ir en todo el día, porque estoy como atontado, y además quiero estar aquí cuando llegue Angélica para pedirle perdón y que no me acuse a mi mamá...
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El niño que enloqueció de amor - Eduardo Barrios.
Teen FictionLa novela trata de un niño que se enamora de una amiga de su madre llamada Angélica y de como este suceso empieza a cambiar toda su vida, ya que sus emociones maduraron antes de tiempo. Desde la llegada de su enamorada, este opta por empezar a escri...