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La noticia de la muerte de la abuela Rosalinda me tomó por sorpresa. Si bien tenía una edad considerable para imaginar que el desenlace estaba cerca, por palabras textuales de mamá y por qué no decir graciosas, ella "nos enterraría a todos".

Rosalinda era una mujer admirable, de gran fortaleza y corazón. Había tenido la amabilidad de criarme como una nieta más y si no fuese por la tozudez y obstinación de mi madre, yo también podría haberme educado en el colegio "Nuestra Señora del Huerto", en la localidad de Olivos, entidad de formación católica a la que asistieron sus únicos nietos de sangre, Leonardo y Alejandro.

Recordar mi infancia siempre me traía una sonrisa al rostro.

Había crecido a la par de Leo, el menor de los Bruni tal como si fuese mi propio hermano...aunque en algún momento las cosas pudieron haber pasado a mayores.

Nos encontrábamos a menudo en alguna parte del mundo que coincidíamos, hablábamos de muchísimas cosas pero jamás traspasaríamos la línea de la amistad. No reconocer que era un potrazo, era inútil.

No tan rubio como cuando era pequeño, sus ojos verdes eran combustible para cualquier hormona. 

Junto a él, yo cometía las travesuras más insólitas y vergonzosas como la de conformar uno de mis primeros desafíos vocales.

 Leo me enseñó a andar en su bicicleta cuando apenas me era posible alcanzar los pedales. Gracias a mi insistencia, él me acompañó a la tienda de tatuajes, a mis 17 años, donde perpetré un delicado corazón en la muñeca izquierda, el cual dolería y mucho.

Mi madre adoraba a Leo; cada vez que me veía a su lado fantaseaba en silencio con que fuésemos pareja. Sin embargo, nada de eso era posible: el dueño de mis llantos, de mis risas, de mis sombras y mis luces no era Leonardo y aún habiéndoselo dicho en su propia cara, nunca se resignaría a aceptar que lo único que obtendría de mí era una noble y leal amistad.

Agradecí que continuase siendo incondicional a pesar de esa angustiosa declaración.

De todas las ciudades cosmopolitas en las que me radiqué durante estos años, Nueva York era la última y la más dinámica, atractiva y pluricultural. En ella sentía la energía necesaria para no recordar que estaba sola en un país lejano.

Extrañaba a mi Buenos Aires natal, estar con mi madre y conversar con ella de muchas cosas. Pero quedarme allí, en la casona de los Gutiérrez Viña no era lo mejor. La ciudad completa me arrastraba a un pasado que pretendía mantener inactivo.

Con la rebeldía propia de una adolescente, viajé cada minuto de mi vida incesantemente quizás en oposición a mi madre, quien jamás se habría atrevido a disfrutarla.

La abuela Rosalinda me apreciaba mucho, me trataba como a una igual. No así su hija Bárbara, la mamá de Leo y Alejandro, quien me tildaba de insolente y de llevar por mal camino a su hijo menor.

"Solsticio de Medianoche" -  (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora