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Verla sufrir me partía el alma en dos.

Catalina estaba incontrolable con sus dichos, de seguro irritada por sus pocas ganas de estar en Buenos Aires.

Radicada en Londres desde sus veintidós años, la conocí recién hace cinco en un evento organizado por la empresa en la que ella trabajaba como asesora de gastronomía, elaborando dietas sanas y rutinas de alimentación.

Desde el momento en que la vi fui seducido; morena, de ojos oscuros y cabello ondulado y castaño rojizo brillante, sus contorneos hacia mí fueron más que evidentes aquella noche de gala. De impactante vestido turquesa, un hombro al descubierto y labios sensuales, la atracción fue instantánea; desde entonces comenzamos una relación sólida y formal, bien vista por su entorno familiar y amigos.

Lamentablemente no podía decir lo mismo de mi lado: mi hermano no la soportaba, criticándola desde el minuto cero, en tanto que mi abuela pocas veces le dirigía la palabra. Por fortuna, todos los encuentros familiares se daban en Inglaterra y no aquí, en Buenos Aires.

Desde entonces y dejando de lado cualquier comentario hostil, estábamos juntos. Más allá de discusiones triviales y de poco peso específico, jamas pasaríamos días sin hablar ni momentos de malestar como pareja. Con dos años de convivencia a cuestas, nuestra vida era programada y metódica. Todo lo contrario a lo que sucedía hoy en día y acá, del otro lado del océano.

Puesto que la lista de voluntades de mi abuela finalmente había sido leída y notificada, mi viaje a Londres ahora pendía, imprevistamente, de la decisión de Alina. Nada más ni nada menos.

Aunque ella pensara regresar a Nueva York a meditarlo, la comisión directiva de la empresa debía sesionar para informarse de las novedades del caso. Y eso incluía  participación activa en Londres, sí o sí.

Fuera de cualquier pronóstico, mi abuela le impuso una clausula carente de toda cordura: la sometía a la fuerza a contraer matrimonio en un lapso de seis meses. Una completa locura...y una completa desilusión.

Mi ego atentó contra pensar más allá de mis propias narices porque a pesar de tener una vida correcta y planes de casamiento en corto tiempo, yo no deseaba que Alina fuera feliz junto a otro. Aunque fuese un contrato, saber que compartiría horas de su vida con alguien sacado de la galera, me resultaba estresante y disgustoso.

Si hubiera dependido de mí,  desde que hicimos el amor por primera vez, ya la hubiese encerrado en un claustro religioso.

De sólo imaginar que existía la posibilidad de que mi hermano haya recorrido los valles de sus pechos, las olas de su cabello y la tersura de su piel, me enfermaba. Él sabía que Alina y yo habíamos estado juntos en una oportunidad: le confesé, sin entrar en detalles, que una noche de borrachera el acto se consumó por mutuo consentimiento.

Era una mentira enorme; y yo, un ingrato.

Sin embargo, debía reconocer que la primera vez que la vi como un objeto de deseo real y concreto  fue tras una tonta apuesta con mis amigos, durante un viaje relámpago a Buenos Aires y después de algunos meses de residir en Londres como estudiante universitario.

En aquel entonces coincidimos en el bar donde ella cantaba junto a sus amigas, en un antro de bajo vuelo pero con onda en Martínez. Un tanto alcoholizado, accedí a seducirla. Como un cobarde, me escudé en mi necesidad de poseerla y ya, suponiendo que gracias a su personalidad extrovertida y rebelde, ya no sería virgen a pesar de no tener ni la mayoría de edad.

Gran error.

Esa noche, con unos tragos encima y recurriendo a unas miradas dulces y seductoras, la arrinconé junto al baño de mujeres. Al día de hoy conservaba en mis fosas nasales su aroma azucarado.

"Solsticio de Medianoche" -  (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora