Capítulo 4

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George descendió la escalera. Los ecos del refectorio aumentaron. Se acercaba el momento de aparecer a la vista de todos. ¿Cuál de sus compañeros había reparado en él un día tan tumultuoso?. Dejaba de ser espectador. Subía a escena. Rápidamente, arregló el nudo de la corbata. Se alisó los cabellos. Continuaba peinado: a la mañana les había puesto mucho fijador.

El refectorio, entrevistó a la tarde, ya no era el mismo poblado con esas jóvenes cabezas, y a cada extremo, la imponente mesa de los profesores ubicada sobre un estrado. Intimidado por las miradas, George se detuvo un instante. Después, se dirigió hacia su imponente prefecto, a quien vió en pie al fondo de la sala. ¿Lo había reconocido el superior, que presidía el conjunto bajo el crucifijo, cerca de la entrada? El prefecto, al menos, no lo había olvidado y le dijo amablemente:

-¡Al fin llega nuestro retrasado!.

Lo condujo a su asiento y lo presentó a sus compañeros, dejando que estos se presenten por sí solos. George tomó asiento. Asombrado de no ver mantel, posó suavemente sus utensilios de plata sobre el mármol. Nadie le tendió la mano, tampoco lo hizo él. Los platos estaban desportillados; cuencos de vino, jarras de agua, una panera y una sopera humeante adornaban la mesa. El vecino de la izquierda sacó a George de sus reflexiones, rogándole que repitiera su nombre, pues no lo habían comprendido bien. Él se llamaba Marc de Blajan.

Los dos trabaron mayor conocimiento. Marc era de S..., ciudad vecina a la de George. Quizá los habían puesto juntos a causa de eso o más bien a causa de la partícula nobiliaria en el apellido. George esperaba que Blajan no fuese hijo de marqués: por importante que fuera le haría despreciar el título: tenía la nariz rota, pelo ralo y anteojos vulgares; su salud no parecía muy buena; era delgado y pálido. Las vacaciones apenas si lo habían beneficiado: ya tomaba remedios -en su cajón, tenía un frasco de drogas y una caja de aspirinas. El contraste con su vecino de la derecha, era completo; George lo reconoció, era el alegre muchacho que había cortado la flor y retozado en el jardín; respiraba vida y fuerza. A George le gustaron su risa, sus ojos azules, sus cabellos negros, el casi imperceptible semilleo de lunares que avivaban su cara. Tal era Lucien Rouvière, que acababa de presentarse.

La campanilla del superior impuso silencio después del postre. En pie, en la cátedra colocada en el centro, un alumno leyó el primer capítulo de la Imitación de Jesucristo:

...Trabajad en separar vuestro corazón del amor de las cosas visibles; pues aquellos que siguen la atracción de sus sentidos manchan su alma y pierden la gracia de Dios.

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