Capítulo 64

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La noche siguiente, el honor recayó en George, aunque sin flores: resultó un despertar a la linterna. Probablemente, el padre representaba con su linterna encendida la parodia de la Virgen Prudente. Tomó asiento cerca de George, quien se dio cuenta de que a pesar de lo convenido resultaría dificultoso despertar a Lucien.

—Me gusta mucho —dijo el padre— cuando usted se despierta: el parpadear de los hermosos ojos, el gesto con algo de enojo, una mejilla más roja que la otra, la del costado en que duerme. Y lo que es más, por un milagro del arte del peinado, sus cabellos casi no se han movido. Únicamente el mechón rubio, del cual sólo asoma la puntita de la nariz durante el día, se escapa, entonces, como para tomar fresco.

El padre prendió la linterna y miró una vez más ese pelo encantador. Casualmente hoy, en el curso de un recreo, George había desaparecido para revivir discretamente el dorado de su mechón con el producto que guardaba bajo llave en su neceser.

—¿A qué fenómeno se debe ese mechón? —prosiguió el celador.

George, fastidiado, contó en pocas palabras la historia del shampoo con agua oxigenada.

—Creía —dijo el padre— que se trataba de algo natural. ¿Sólo se le tiñó ese mechón?.

—Sí —respondió George.

—En su cartera hay un mechón del mismo matiz, que usted conserva celosamente. Lo creí cortado de sus propios cabellos, y ahora resulta, según parece el recuerdo de otra cabellera rubia.

George se levantó bruscamente.

—¡¿Cómo?! —dijo— ¿Se atrevió a hurgar mi cartera?.

La desesperanza causada por su impotencia triunfó sobre la indignación. Su cabeza volvió a caer sobre la almohada. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Lo habían engañado astutamente y ahora se encontraba, junto con Alexandre, prisionero de ese hombre que le hablaba. Habían escapado del superior y del padre Lauzon sólo para caer en sus manos.

El sacerdote acarició dulcemente la frente de George:

—¡No debe llorar así, por niño que sea! —murmuró—. Si Ud. fuese menos hermético, yo sería menos indiscreto; de todas maneras no tiene derecho a resentirse conmigo. Tampoco yo le guardo rencor, puesto que lo felicité por haber sabido ocultar su intriga; pero a partir de ese momento ya no tenía nada más que ocultarme. No ha comprendido todavía que todo lo que puedo saber quedará entre nosotros, y que me interesa saber todo, no con el deseo de castigarlo, sino de guiarlo. Se lo repito: mil peligros lo rodean y Ud. lo sabe. Por eso es necesario estar alerta; estoy prendado de su pureza, como está dicho en el Salmo: "El rey está prendado de vuestra hermosura". Y la pureza es la hermosura de los ángeles. Una noche le parafraseé eso.
Nos hemos repartido los papeles: Ud. es mi ángel y yo su guardián. No tema a su guardián. Ud. y el niño que ama, jamás deberán temer que extralimite mi poder. Actuó a la manera de Teognis con su joven alumno Cyrnos: "Franqueo las murallas pero no devastó la ciudad".
De ser más presuntuoso, me compararía a gloriosos servidores de Dios, como San Romualdo o San Juan de Quenti, quienes, tentados por algunos manjares en medio de sus austeridades, se los hacían traer a fin de contemplarlos más ávidamente todavía. Y luego los hacían retirar. Aplicaban el precepto del estoico: "En tu sed más ardiente, gargarízate solamente". Sé quedarme con mi hambre y con mi sed.

Levantándose, el padre sacó de su bolsillo un paquetito:

—Para sus salidas del jueves a la tarde —dijo— le doy estos cigarrillo que les harán pensar en mí. Son mejores que los de la otra vez. Proceden de Egipto, donde los compré.

George habría querido tirarle sus cigarrillos egipcios por la cabeza. ¿Qué le interesaba, pues, de Alexandre a este hombre? ¿La pureza o su hermosura? ¿Qué buscaba y hasta dónde llegarían sus investigaciones? Revisaba las carteras como el superior, y pretendía igualmente que no tuvieran secretos para con él. ¡Que suerte, al menos, el haber dejado las esquelas en su casa; las mismas que, últimamente, había lamentado no poder releer! Había resultado mejor todavía que dejarlas en el dormitorio, aquella noche de su visita al superior.

Se tranquilizó, por otra parte, diciéndose que la barrera de la división protegía a Alexandre. El obstáculo tan a menudo maldecido por las necesidades de su propia causa, le pareció ahora providencial.  La idea de que el padre de Trennes podría sentarse a la cabecera del niño lo volvía loco. George quiso guardar silencio cuando sólo se trató de él. En el otro caso —puramente imaginario, gracias a Dios— habría apostrofado al padre, amotinado el dormitorio.

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