Capítulo 62

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Ya comenzaba a molestar esa delicadeza oriental de despertar ante el perfume de una rosa. Tuvo deseos de gritar en voz alta: "¡Al diablo con la rosa!", como solía gritar cuando era niñito y jugaba: "¡Al diablo con el pastor!". Se dijo eso y, sin embargo, volvió dócilmente al cuarto con Lucien. Nunca debería haber puesto los pies allí, pues en corta forma eso lo obligaba a volver. Previó un interrogatorio sobre la cita de la tarde y no estaba de humor para responder amablemente.

—Los desperté —dijo el padre— con objeto de anunciarles una buena noticia, mañana a la mañana celebraré la santa misa, no como los celadores, durante la primera clase, sino durante la misa común, en la tribuna de nuestro lado —ya arreglé con el señor prefecto— y tendré dos acólitos: Lucien Rouvière y George de Sarre.

Estaba muy contento.

—No adivinarán nunca —agregó— todo lo que debí inventar para llegar a este simple resultado; pero cuando se toca la rutina de la vida colegial, todo se transforma en combate.
Dije que ustedes me habían expresado el deseo de ayudarme juntos en la misa de ese día, a causa de una devoción especial que sentían por San Pancracio, cuya fiesta es mañana. Este santo, originario de la impura Frigia, patria de Ganímedes, fue martirizado a los catorce años, y estoy seguro de anticiparme a vuestras intenciones dándoles este joven protector: esto justifica mi piadosa mentira. Está escrito, además, que habrían querido salvarlo de los suplicios en razón de su belleza tanto como de su edad. En efecto, vuestra edad y vuestra belleza, los atraen hacia las delicias y no a las sevicias (la rima tiene una terrible justeza); delicias de un momento que, de morir ustedes en este instante, los condenarían a eterno suplicio. ¡Ojalá puedan ustedes, con ayuda de San Pancracio, mantenerse fuertes contra su seducción! ¡Ojalá vuestras amistades nunca degeneren!.

Todavía un santo de catorce años. Desde el día de San Plácido, no faltaban protectores a las amistades del colegio. Las listas del padre de Trennes eran tan completas como las del predicador de octubre, y sus historias contenían siempre y también detalles dignos de interés. El lenguaje de estos dos hombres resultaba casi idéntico, aunque el del padre de Trennes despertaba ecos diferentes. Había mucha distancia entre San Plácido o San Edmundo y San Pancracio o San Nicolás de Tolentino; o sea que la manera de presentar a unos en nada se parecía a la usada con los otros. Cuando el celador hablaba de la castidad era para explicar que concernía sobre todo al corazón. Cuando hablaba de la belleza, se sentía igualmente que no era con el mismo espíritu que el orador del retiro. Seguramente, prefería verla sobre la tierra y, si levantaba la vista para buscarla en el cielo, ¿era hacia Ganimedes raptado por el águila o hacia San Pancracio raptado por los ángeles que la dirigía?.

Prosiguió:

—Tendré pues la dicha de darles la santa eucaristía. Esta comunión debe ser la más importante de vuestra vida; será realmente vuestra comunión solemne. Se prepararán a ella por una confesión completa.

Señaló el reclinatorio, sobre el cual descansaba la estola y la sobrepelliz. George quedó desconcertado. La diferencia que había comprobado entre los discursos del padre de Trennes y los del predicador, le parecía aún mayor entre una confesión en este cuarto y su primera confesión en Saint-Claude, en el cuarto del padre Lauzon. Se halló ante un golpe premeditado. El celador no había renovado sus ofrecimientos como director de conciencia porque esperaba esta oportunidad. Evidentemente podían ocultarle la verdad, aunque era más prudente no dejarse interrogar. Se trataba de un hombre distinto al padre Lauzon. Si su dialéctica, como algunos de sus principios, se inspiraba en Sócrates, debía ser un confesor terrible. Luego de haberse decidido a parar todo ataque directo contra Alexandre, no tenía intención de exponerse a las trampas de una confesión. Así fuera un penitente de mala fe, le gustaba vérselas únicamente con un auténtico confesor. Por parecidas razones había pensado hasta en declinar la invitación de ayudar a la misa, pero juzgó más hábil cortar por lo sano.

—Ud. me disculpará, padre —dijo—. Con mucho gusto seré su acólito, pero la confesión es inútil. Estoy en condiciones de comulgar mañana.

Lucien por su lado se apresuró a aprobar. El celador, que se dirigía hacia el reclinatorio, se volvió vivamente:

—¡¿Qué?! —gritó—. ¿Rehusan obedecerme?.

—No se trata de desobedecerlo —dijo George— pero el hecho de que frecuentamos todas las mañanas las santa mesa prueba que tenemos la conciencia limpia; me creo autorizado a hablar en nombre de mi compañero.

—¿Qué especie de perfidia es la vuestra?. En cambio, soy yo quien querría olvidar todo lo que sé de ustedes y de sus semejantes, cuando los veo acercarse al pan de los ángeles. ¡Espectáculo demasiado hermoso, digno de esos regresos de confesión que describí a uno de Uds.!.
¡Pues sí! Todos estos espectáculos son himnos apologéticos, poemas de bendición —continuó sarcásticamente mientras recorría el cuarto—. ¡Ah! Querría componer otro himno, realmente, un poema, un peán que cantaría la pureza de los muchachos. Tendría rimas elegidas: "puerperal", "bautismal", "eburneana", "niveana", "adamantina", "cristalina", "mirifica" y "seráfica".

Deteniéndose antes sus invitados, les dijo con rabia:

—¡Vayanse a dormir, con su pureza!.

Se levantaron: ya se acercaban a la puerta, cuando los llamó suavemente, y comprendieron en la mirada que su cólera había pasado.

—Los niños —dijo sonriendo— son como los gatos: desconfían siempre y no quieren a nadie. Lo cual no impide amarlos.
Partan al menos, luego de que hayamos orado juntos, a fin de implorar la gracia divina sobre la misa de mañana. Acepto creer, a despecho de mi experiencia, que no tienen necesidad de mi ayuda y que me han dicho la verdad.

Volvió al reclinatorio y se arrodilló ante sus dos compañeros. Luego de hacer la señal de la cruz, comenzó una oración a la cual ellos respondieron.

—Si me mintieron —dijo enseguida y en voz baja— pidan perdón a Dios desde el fondo del lalma.

Tomó una mano de cada uno, y quedó un momento así, mudo, cual si los ofreciera en sacrificio.

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