Capítulo 17

1.3K 102 2
                                    

   Llegaba a su pupitre, cuando la puerta se abrió violentamente y entró el prefecto. A pesar de sus propósitos, George creyó asfixiarse de angustia. Dentro de un instante, ya no sería el único en saber. El prefecto dijo algunas palabras al oído del celador, después, con voz seca y aire justiciero, llamó a Ferrón. Los pasos de André resonaron a través de la sala de estudio, donde las respiraciones parecían cortarse.
     George, para simular indiferencia, quedó con los ojos fijos —permanentemente fijos— en su deber. Levantándolos al fin, vió al prefecto tomar a André por el brazo y empujarlo fuera de la sala de estudio. Con toda su alma habría dado diez años de existencia para evitar tan espantoso desenlace. Se asió fuertemente del banco cual si temiera que lo llevasen; y Lucien le tomó la mano, buscando su protección. Sus manos unidas estaban húmedas.
      Los alumnos, estupefactos, se interrogaban sobre el incidente; pero el celador restableció el orden con dos reglazos sobre el escritorio. George sintió latir sus sienes. Lucien estaba postrado. Al fin, y con cierto retardo, sonó el llamado a la conferencia. Se levantaron para reunirse con los menores. En la sala de estudio, donde todos los papeles estaban ordenados, el cuaderno abierto de André semejaba una mancha blanca. Al pasar, el celador lo cerró despectivamente y lo tiró en el pupitre.
      El superior no estaba allí. La voz del dominicano resonó, pero sus palabras carecieron de sentido para George. Igual que la víspera, sólo le bastaba un movimiento imperceptible para tocar a Lucien. Pero se hubiere dicho que un ademán los separaba: el ademán de ayer a la tarde, nada tenía de común con el que Lucien acababa de hacer en la sala de estudio.
     El superior llegó. Luego de hacer la señal de la cruz, se sentó. Su ceño era adusto. George trató de que no lo viese. Execraba el recuerdo de su visita, y no quería recordárselo.
      Al cabo de un momento logró escuchar. El dominicano, seguramente advertido del incidente, comenzó a trazar un tema más apropiado a las circunstancias que el martirio de San Tarcisius. La Eucaristía sólo figuraba como prueba y castigo. Se trataba de hostias incendiadas o volviéndose sangrientas en labios sacrílegos. Citó frases concernientes al pecado que rebaja al estado de bestias; a espíritus inmundos que ríen burlonamente en las tinieblas; a ángeles guardianes que suben nuevamente al cielo a llorar. Las anécdotas simpáticas, los niños de radiante belleza, no figuraban hoy. El héroe de este nuevo repertorio fue el célebre hombre de Balmes, que había girado sin poder parar durante veinticuatro años, como castigo de haber bailado durante la época del Terror, con la estatua de un calvario. Lo alimentaban en medio de ese demoníaco baile de San Vito, echándole la comida en la boca. Cuando pidió los últimos sacramentos, el cura que fue a absorberlo y darle la comunión, debió girar con él.
     El orador terminó por una llamada al arrepentimiento con una cita consoladora: "Así fuesen vuestros pecados rojos como el carmesí, serán blanqueados como la nieve".
      Durante la bendición, ni George ni Lucien respondieron a las oraciones. Pero Lucien ya no estaba distraído: miraba el altar. Miraba también ese recinto donde se había presentado, descarada e hipócritamente, con su amigo.
       Fue la primera comida sin Deo Gratis. El alumno de la cátedra tomó el libro señalado por el profesor. Al llamado de campanilla comenzó la lectura: Vida del virtuoso Décalogne, ex alumno de la Universidad de París. Después del hombre de Balmes, el virtuoso Décalogne sosegaba algo.
      George nunca se imaginó comida tan lúgubre. A menudo, su vista se detenía en el sitio vacío de André. Allí, completamente feliz, se había sentado ayer, después de la bendición, diciendo, quizá irónicamente como Lucien: "Es fastidioso ser monaguillo. Por mucho tiempo no me volverán a agarrar". Efectivamente, por mucho tiempo no lo agarrarían. George tenía tan poco apetito como la víspera, pero Lucien tenía menos que él.
     Cuando los grandes subían al dormitorio, el celador los guió hacia la sala de estudio. El superior se encontraba allí.
      —Quiero, hijos míos —dijo tristemente—, hablarles esta misma noche de la penosa sanción que acaba de ser aplicada. Uno de vuestros compañeros ya no podrá continuar en esta casa. Mañana sera enviado de vuelta con sus padres.
      Su falta, quizá leve a los ojos del mundo, no puede tolerarse en nuestra comunidad. La licencia del espíritu, hasta cuando constituye un simple juego, hasta cuando no llega a las costumbres, resulta incompatibles con los estudios serios y con una conciencia de buen cristiano. Quien nos ocupa me juró no haber hecho aún, gracias a Dios, confidencias a ninguno de ustedes; al expulsarlo, les defendí de quien no negó reconocerse indigno de ustedes.
     Piensen en él con emoción, en él, que en esa enfermería donde lo han relegado como alejan del rebaño a la oveja sarnosa, piensa en todos ustedes, sus ex condiscípulos. He aquí donde malas vacaciones —es decir, malas lecturas, o quizá malas compañías— llevaron, según su propia confesión, a un alumno que hasta entonces fuera piadoso y disciplinado.
     Ustedes sabrán comprender esta lección que la divina Providencia reservaba para nuestro retiro de comienzo de año, y no rehusarán vuestras oraciones a quien desdichadamente las originó.
     Marc estaba radiante.
     —¿Ves qué tenía razón?  —dijo a George, mientras subían al dormitorio. Los impuros terminan siempre por caer bruscamente.
    

Las amistades particulares Donde viven las historias. Descúbrelo ahora