Segunda Parte

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Se preguntarán: ¿cómo comenzó todo?, ¿dónde se desgarro la realidad? Las palabras son insuficientes para expresarlo. Los recuerdos son vagos, se mueven y corren, como en un carnaval; escapan de mi comprensión y reniegan su existencia ¡Burlándose de mí!

Poder, eso me prometió, poder. Al principio sus palabras no tenían sentido para mí. La revolución que me prometió tardó años en llegar. Esos sueños eran idílicos para mí, aun así, lo seguí; me convertí en su perro de pelea, en su arma.

El poder llegaba, cada vez en dosis más grandes, y mi cuerpo pedía más y más. En cada golpe sentía como mi alma gritaba el nombre de bestias innombrables. Aquel hombre me llevo a lugares inimaginables para mí. Cambiamos destinos y tornamos de un azul tan profundo los cielos que en antaño fueron rojos; cruzamos la muralla de fuego, quemándola y haciéndola cenizas. Escribieron sobre nuestros logros, nos celebraron y adoraron.

Eran días brillantes, eran luz, una luz que cegaba; llena de esperanzas y de sueños cumplidos, de ilusiones y promesas. Los años pasaban y mis logros se inmortalizaban en los libros, en los textos, en la memoria de todos los que salve; mientras el hombre de negro, me suministraba sin parar dosis de poder puro y salvaje.

En las batallas logré probarme a mí mismo, siempre excitado por mi enorme poder. La furia dominaba mis instintos, los potenciaba a niveles indescriptibles. Había gritos de dolor y malvivir, pero, salve al mundo. Eliminé la anarquía y le di un nuevo orden a la realidad. Cumplí las profecías del hombre de negro, llego a mi esa revolución que me prometió cuando lo conocí.

Pero entonces, al doblar la esquina del tiempo, apareció esa sombra tan temida; elimino de un soplo al hombre de negro, evaporándolo en el aire, y me dejó ansioso del enorme poder que me suministraba. Como un alarido de angustioso dolor la realidad se comenzó a doblar en sí misma. Los días, antaño efímeros, se tornaron largos y pesados; los segundos se hicieron días y los días siglos. El Astro Rey salía a veces por el norte y a veces, la luna ocupaba su lugar eternamente.

Solo yo era consciente del desgarro que sufrió la realidad. La gente, la maldita gente, seguía con su frenético ritmo de vida esperando que yo los salvara y que arreglara sus vidas. Seguían rezándome, como se reza a los dioses, pero ellos están condenados; condenados a idilios atemporales, a sabiduría vacía, a la muerte irremediable. Nadie salvo yo vio cómo se doblaba en sí misma la realidad.

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