Capítulo 1

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«Él les sacará toda lágrima de los ojos, y no habrá más muerte, ni tristeza, ni llanto, ni dolor. Todas estas cosas ya no existirán más.»
Apocalipsis. 21: 4

1

Después de haberse cansado de llorar y maldecirse a sí mismo, Josué Velasquez pudo conciliar el sueño.

2

Estaba ahí, en medio de la paya; el viento hacía que su pelo se desordenara. De vez en cuando, tenía que acomodar su mano para que la arena no impactara contra sus ojos y comprendió rápidamente que ello no solo era un sueño, era un recuerdo.

Desde lejos, su hermano, Juan Pablo descansaba sentado en la arena junto a sus padres. Reposando el almuerzo.

—Ven aquí Juampis, ven a bañarte en la orilla. —Gritó desde donde estaba.

Y Juan Pablo se acercaba, a paso lento; pero lo hacía. A pesar de que su madre había dicho que esperara, que se quedaría tieso de no hacerlo, Juan Pablo Iba.

Josué lo vio acercarse, y se encontró nervioso, el sueño se había convertido en pesadilla.

Juan Pablo comenzó a correr hacia su hermano, pero la distancia entre ellos se hacía cada vez más larga, Josué también corría.

El día se convirtió en noche, sus padres ya no estaban, solo él y su hermanito.

—Vamos Juampis, tu eres muy inteligente, vamos, corre, un poco más, seguro llegas.

Y Juan Pablo corrió, pero nunca llegó a él.

3

Cuando Josué abrió los ojos, descubrió que estaba llorando, tenía las manos apretadas, el cabello grasoso, y su piel transpiraba a mil por horas.

Se levantó de la cama, estresado.

«¿Cuándo van a parar estas malditas pesadillas?», pensó mientras se dirigía al cuarto de baño.

Se vio al espejo, y el miedo que aquella pesadilla le había dejado, se triplicó.

Tenía ojeras, los ojos rojos, los labios resecos y su cuerpo se había encorvado levemente. Estaba demacrado.

Se dirigió a su cama nuevamente, tratando de dormir otra vez, deseando no volver a soñar con su hermano, miró el reloj y se dio cuenta que eran poco más de las tres y media, sin embargo; esa noche, Josué no pudo dormir.

4

Cuando se hicieron las 7:30 a.m. , Josué bajó del segundo piso a desayunar.

Había pasado la noche pensando, hasta que llegó a la conclusión de que pensar tanto en su hermano no lo traería de vuelta. Se había dado un baño, lavado los dientes y peinado para no lucir tan demacrado.

Se sentó en el comedor con un vacío en el pecho.

Últimamente en su casa, nadie usaba el comedor, su padre se limitaba a comer en el mueble, frente a la televisión y a su madre nunca la veía comer. Estaba enflacando joder, pero él no se atrevía a decirselo, tampoco su padre.

Pero ese día era diferente, estaba la familia de locos sentada en el comedor, con el desayuno servido y caliente.

—Anoche tuve pesadillas, otra vez. —Dijo rompiendo el silencio, sintiéndose estúpido.

Su padre solo lo miró una vez, y empezó a comer de su plato. Su madre en cambio seguía mirando el suyo, sin cambiar de gesto.

El desayuno le sabía horrible a josué, a pesar de que probava cada bocado, no sentía sabor alguno.

Le extresaba la forma en la que estaban comiendo, el silencio abrumador, el constante cuchareo hacia el caldo, se sentía como en una prisión.

—¿Saben? A mi también me duele la muerte de mi hermano, yo más que nadie lo hé llorado, pero esta no es la forma. A Juan Pablo no le gustari...

No había terminado de hablar, cuando su madre se levantó de la silla, haciendo un ruido estrepitoso que lo dejó petrificado en su puesto.

Vio su rostro y supo que algo malo iba a suceder, el miedo le subió por la garganta.

Su madre se abalanzó sobre él, dándole bofetadas cada vez más fuertes, sintió como se le reventó el labio inferior y como la sangre comenzaba a emanar de el.

—!No tienes derecho a nombrarlo! —Y una bofetada. —¡Asesino! —Y una bofetada. —¡Maldito! —Y cuando alzaba su mano para azotarlo nuevamente, su padre la interceptó en el aire, la tomó por la cintura y la separó de él. De no haber sido por eso, Josué hubiera muerto ahí mismo.

Imaginó el periódico local con el titular:

Madre asesina a golpes a su hijo primogénito en el barrio el Badazal ¿Hasta dónde hemos llegado?.

Pero el constante dolor de su labio hizo que ese pensamiento desapareciera.

Tenía el cuerpo inundado de rabia, su madre ahora estaba llorando en los brazos de su padre, él, sin darse cuenta; también lloraba. Se levantó de su silla, humillado, rabioso y por sobre todo triste.

—Bien hecho mamá, me has demostrado que me odias. -Dijo con un quiebre en la voz. -Ya lo sabía, pero ahora me lo has confirmado.

—Josué ella no está bien...—Inquirió su padre, sin dejar de apretarla.

—Lo sé papá. —Si antes lloraba, ahora sollozaba, no podía respirar bien, tomó su teléfono y salió corriendo del lugar.

Llegó a la puerta y la abrió bruscamente, no se limito en cerrarla, quería escapar, estar lejos de su "hogar".

Corrió por el denso andén. Hasta llegar a la intersección principal, años atrás había corrido de igual forma, pero en esa época aprendía a andar en bicicleta. Ahora huía de su casa.

No sabía a donde iba, no tenía idea. Solo quería escapar.

«Vaya suerte la mía», pensaba, ignoraba todo lo que pasaba a su alrededor.

Cuando quiso cruzar la avenida, la camioneta roja ya estaba muy cerca.

Josué no supo en que orden sucedieron las cosas.

Primero sintió un intenso dolor en las costillas, acto seguido escuchó el chirrido estruendoso de las llantas al frenar, y luego la oscuridad.

La oscuridad fue lo peor de aquella experiencia y con ella vino la voz.

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