Prólogo.

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Robert cruzó la habitación a oscuras una vez más. No sabía como reaccionar a lo que acababa de escuchar. Sus hijas corrían peligro, y él no podía permitir que eso pasara. Ellas no tenían la culpa de nada, y tenían el derecho de vivir tranquilas, como cualquier niño normal.

Pero su familia no era normal.

Cogió las llaves de encima de la vieja mesa y salió fuera, acelerando su ritmo con cada paso que daba. Su coche, un Chevrolet del 89, estaba aparcado en la entrada de la vieja casa de sus padres. Condujo hasta su casa lo más tranquilo posible, mientras intentaba apartar las ideas negativas de su cabeza. Pero toda la tranquilidad se desvaneció al ver el pomo de la puerta principal roto y la puerta entreabierta. El corazón de Robert dio un vuelco. Temiéndose lo peor, atravesó el corredor que llevaba hasta el gran salón, y allí, tirada en el suelo, estaba su esposa. Corrió hacia ella, para ver si, por alguna casualidad, tan sólo estaba desmayada pero, en lo más profundo de su ser, sabía que era irremediable.
El cuerpo de Lindsey yacía inerte, pálido, frío, en una posición tan sumamente tranquila que Robert esperó que algún atisbo de vida saliera de él.
Robert se acercó corriendo, y la tranquilidad se desvaneció. La expresión de su rostro era horripilante. Sus ojos avellana estaban abiertos y mirando hacia la habitación de la izquierda, y parecía que su brillo aún residía en las pestañas. Las pecas que punteaban sus pómulos habían dejado de bailar, y de su boca, esa que tantas veces Robert había besado, colgaba un hilo de sangre, aún reciente.
Robert agarró su mano, fría.

-Lindsey... -Sollozó. Ocultó su rostro en la curvatura de su cuello mientras buscó la causa del fallecimiento, proceso que se vio interrumpido por un llanto, seguido de otro.
Su ritmo cardíaco se aceleró y, tras besar en la frente al cuerpo de su mujer, comenzó a correr. Buscó por toda la casa, hasta encontrarlas detrás de las escaleras. Sus hijas estaban bien, pero él no podía salvarlas del peligro que corrían. Dos horas más tarde, Robert se encontraba frente a una puerta marrón desgastada. Dejó a las niñas allí y desapareció, intentando memorizar sus caras y llantos por última vez, sus ojos y sus pestañas, y su pelo color fuego, igual que el de su madre. Despidiéndose de ellas en lo más profundo de sus ser, volvió a entrar en su coche, dejando como único rastro las marcas de los neumáticos en el asfalto.
Sabía que nunca más las volvería a ver. Y también sabía que era lo mejor para ellas.

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