Astrafobia.

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Un relámpago iluminó el cielo en cuanto salió de casa, generando que casi de manera instintiva el rubio apretó el mango del paraguas con fuerza, intentando contener el mayor de los impulsos que le pedía entrar a algún lugar donde el sonido estridente de la lluvia se viese sofocada a tal punto que lo hiciera olvidar que llovía. Muy a pesar de su edad, no le avergonzaba reconocer que seguía temiendo -de la misma manera que un infante- a las tormentas.

A su mente llegó la canción que una anciana mujer le solía cantar cuando era niño para calmarlo en las mañanas como esas, sin embargo, cuando se dispuso a tararearla como una clase de escudo que alejaba sus miedos infantiles, en su mente se disipó la imagen de una mujer de cabello levemente largo, ojos azules, piel blanca y gastada que traía por decoraciones arrugas en parte de la frente, ojeras y un par de manchas pequeñas en su mejilla izquierda que únicamente serían notables si se le mirara fijamente a una distancia corta: su madre. Pensó en ella y en lo mal que se había puesto cuanto la mujer de cabello blanco y vestidos de raso sucumbió en una tormenta como la que que ese día se presentaba para los habitantes de aquella ciudad. Tristeza no sería la palabra más adecuada, de hecho, no había palabra alguna para lo que estaba sintiendo.

¿Hace cuánto olvidé su voz? Se preguntó deteniendo su paso, haciendo que varias personas golpearon suavemente sus hombros o lo empujaron en un intento por continuar su camino.

En sus audífonos la baja canción de Radiohead comenzaba a sonar y en lo único que pudo intentar pensar fue en la letra de aquella canción y en la manera en la que su madre solía ponerse las últimas semana de mayo. Desde que su abuela había fallecido y su padre se había marchado definitivamente para formar una nueva familia a lado de otra mujer mucho más joven y “hermosa” que su madre, tanto él como la señora de cabello levemente largo habían cambiado. Él se tornó frío y serio, suprimiendo casi toda emoción posible para mostrarse fuerte ante su madre y darle la fortaleza que ella necesitaba, y a su padre, un señor un tanto joven de un atractivo poco reconocible pero rubio igual que su madre, de hecho, no guardo rencor alguno hacia él después de varias reflexiones en una edad madura. Las reflexiones más que un pensamientos para otorgar el perdón, sirvieron para cimentar una relación fuerte que no era incondicional como la de su madre, pero sí adaptable y sencilla, y lo suficiente buena para que ambos -principalmente él- obtuvieran beneficios. La frase que se repetía al verlo era: “Al final estamos solos, porque como nacemos morimos: solos, llenos de sangre, sin conocimiento de dónde venimos y adónde vamos”.

El cambio de canción lo hizo reaccionar y preguntarse si todo aquello realmente valía la pena, si los días lluviosos y tormentosos valían tanto la pena como para ponerlo así de mal y acabar por hacerlo revivir cosas que arduamente buscaba olvidar.

No lo valía, pero no podía parar de pensar en ello.

Retomó su camino mientras intentaba relajarse suavizando el agarre de su mando sobre el mango de aquel objeto, mas los esfuerzos resultaron inútiles. No disminuyó, ni aumento, simplemente se aferró a este como si de sus ideales y sueños se trataran.

Reconoció la mata de cabello rubio, no obstante, no se le apeteció mirarla o reconocer que estaba ahí. Su mañana había comenzado de una manera tan triste y desanimada que lo único que buscaba era generar falsas ilusiones, porque mejor que nadie sabía que ella debía tener novio y no estaba listo para sufrir nuevamente por amor. Su mente y alma no estaba listo para ello.

Cerró sus ojos levemente y se recargó en uno de los asientos de la parada mientras intentaba deshacerse de cada uno de los pensamientos que parecían llegar a su mente de manera consecutiva, como si se tratase de un reflejo de su cuerpo para infligir más dolor.

Sus ojos se abrieron con desesperación en un vago intento por hacer que aquellas lágrimas que parecían asomarse por la parte baja de su ojo en un intento por liberarse, no salieran. Nunca fue la clase de personas que públicamente lloraran. El dramatismo y el exceso de atención jamás fueron lo suyo, ni lo serían, la atención barata y momentánea no eran lo que él buscaba, por lo que siempre procuraba mantenerse atractivo, debido a que ese don se iría con él al perecer ante una enfermedad o edad mayor.

—Hacía mucho que no llovía.— La voz femenina de aquella chica fue baja, casi apagada. De no haber sido de que casi todo estaba tranquilo su voz no hubiese si quiera tenido la entonación suficiente para hacerse escuchar, aunque fuera como un suspiro. —Un clima horrible, ¿eh?— Esta vez su voz tuvo el volúmen suficiente para hacerse notar por el rubio.

El rubio, cuyo semblante permanecía intacto oyó su voz desde la primer frase que emanó de aquellos rojos labios color cereza, quiso y deseo emocionarse, pero no pudo, simplemente la miró de reojo y esta vez solamente pensó: “se veía mejor con su impermeable de ayer”. Su maldición principal había sido aquella que desde pequeño forjó bajo críticas de sus compañeros de clase y tras pláticas nocturnas con su abuelo: el orgullo. Era muy orgulloso para reconocer la belleza de aquella rubia, le era muy difícil, más que nada porque no existía ningún vínculo emocional que lo obligan o siquiera una atracción lo suficiente fuerte para admitir esa mañana tan gris que ella lucía bien.

—Horrible.— Respondió el chico con una mirada y voz tan seria que acabaron por generar en la chica una confusión mayor que sus compañeros se llevaban al oírlo hablar con tan espontaneidad. Sin lugar a duda, el tono y modo de su hablar, a cualquiera hubiesen hecho dudar de su buen humor.

Su modo rudo en cuanto a expresiones o habla se refieren, había hecho que varios de sus amigos optaran por alejarse de él y cortar comunicación de manera completa, más que nada porque la mayor parte de ellos tendían a pensar que se encontraba molesto cuando no era así. Él era un alma pacífica -porque él era pacifista-, cuya voz grave y suave podía llegar a seducir simplemente por estar fuera de lo normal o ser lo suficiente fuerte para imitar la voz de Louis Amstrom.

Suavemente su mano se dirigió al botón del paraguas, preparado para oprimirlo en cuanto el autobús estuviera más cerca de dónde se encontraba. Así que se quitó un auricular con cuidado y rebuscó entre los bolsillos de su pantalón un billete para entregarlo al conductor.

Levantó su brazo con aflicción en el momento que vio que el camión parecía tomar velocidad para marcharse del lugar. Cruzó levemente los dedos para que este no lo dejase de la misma manera que el camión en el que solía irse a la universidad al comienzo del primer año: sólo con una angustia por llegar con retraso que acabarían por hacer que fuese caminando a la escuela. Sin embargo, su paranoia acabó cuando el camión se detuvo frente a la acera y con un rechinido generado por pisar los viejos frenos cesó por completo la marcha.

En el momento en el que se sentó en la ventana y sus ojos miraron a la chica rubia, quien parecía lucir perdida en uno de los tantos charcos acumulados en la calle y por un momento él sonrió de manera enternecida al pensar que no sólo él podía tener mañanas nostálgicas o melancólicas.

“A veces, sólo a veces, todos podemos ponernos tristes o sentirnos mal y eso no impedirá que dejemos de sentirnos bien”. Repitió en su mente como un eco una frase de las tantas que su padre solía decirle con serenidad cuando se sentaban en una de las bancas del parque tras algún accidente físico que Len hubiese sufrido antes de sus ocho años.

Días lluviosos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora