producir un accidente, la retiramos del mercado de manera fulminante. En cambio, el matrimonio tiene un porcentaje de fallo superior al 60% y ahí sigue tan fresco, como institución inamovible.
Pero esto no ha sido siempre así. Los romanos –me ha dicho mi amigo Zoilo que es muy culto pues lee libros- lo tenían muy bien resuelto. El matrimonio, entonces, era un contrato entre dos personas que con determinadas condiciones ponían en común su hacienda y con ella mantenían la sociedad conyugal, incluidos los hijos. Los aspectos pasionales estaban alejados de esta relación contractual. Era lo que peyorativa mente hoy calificamos de “casarse por interés”. Aunque yo, usted me disculpará, lo definiría como casarse pensando con la cabeza y no con otras partes menos nobles de nuestra anatomía.
Más o menos este sistema de la sociedad conyugal lo hemos copiado de ellos. Pero aquí viene lo diferente: en esos tiempos, tras el matrimonio, cada cónyuge seguía manteniendo la libertad de enamorarse y vivir las pasiones correspondientes tantas veces como la vida le ofreciera la oportunidad, y no estaba mal visto socialmente. A este respecto me contó Zoilo que Seneca consideraba afortunado al marido cuya mujer se conformaba solo con cuatro o cinco amantes; incluso existen inscripciones en tumbas romanas donde expresan con extrañeza: “permaneció fiel a su marido durante treinta años, solo tuvo tres amantes”.
En definitiva, eran más listos que nosotros y tenían mejor resuelto el tema de la convivencia matrimonial. Sencillamente no mezclaban reacciones químicas emocionales con contratos, y entendían que la fidelidad no es una parte de la lealtad. Es solo sexo.
Tras tan profundo análisis, finalmente, conseguí entender por qué las películas nunca comienzan después de la boda: porque la gente no va al cine a ver las mismas discusiones que tiene en casa y encima pagando una entrada. Y los productores cinematográficos, que son gente avispada, así lo han entendido.
Tras todas estas sesudas reflexiones solo me queda la convicción de que el mejor regalo de bodas que puedo hacer a un amigo cuando me anuncie su intención de contraer matrimonio, es decirle: ¡Por Dios, no te cases!