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Ajusté mi corbata, me puse mi saco gris, me di una última ojeada en el gran espejo y salí de mi armario.

Stacy se encontraba sentada al borde la cama, traía puesto una lencería negra. Su intento de seducción me daba risa y pena. Sonreí para mis adentros y seguí de largo, saliendo de la habitación. Las comisuras de sus labios habían caído abruptamente. Mi rechazó le hería el ego y eso, por alguna extraña y perversa razón, me satisfacía.

Estaba saliendo con ella desde que tenía diecisiete años, mis padres la presentaron en una reunión que hizo mi familia. Sus padres eran amigos de los míos y todos esperaban que me casará con ella. Yo no estaba tan seguro de eso.

Sus sexis curvas eran increíbles, su cara lo suficientemente simétrica y perfilada debía admitir, pero no me veía a mí mismo como esposo, mucho menos siendo fiel o teniendo una familia. Tampoco me apetecía.

Ella sabía más que nadie y teníamos una especia de acuerdo; seríamos discretos. Ella podía salir con quién quisiese y viceversa.

A ninguno de los dos nos convendría que acabara nuestra relación. Sus padres la dejarían sin dote y mi padre no me daría la presidencia de la empresa, por cosas legales, la unión de nosotros nos daba derecho a acciones de nuestras respectivas compañías, así que debíamos actuar frente a ellos como si nos amaramos hasta la médula, puf.

—¿Ya te vas? —Los pucheros que hacía mientras me mostraba sus senos me daban pena.

La sala de la casa era espaciosa y conveniente para mantener la distancia de ella. Quería mantenerme lo más alejado de ella. No me provocaba ningún deseo carnal. Atravesó el gran espacio que nos separaba, ubicándose a mi lado y volviendo a hacer los mismos pucheros tontos.

—Sabes que no puedo faltar a trabajar, terminaría siendo pobre y eso a ti no te conviene, cariño. —Tomé su mentón con algo más de fuerza de la necesaria. Ella sonrió, pero no llegó a sus ojos. Yo le desagradaba, ya la había ofendido innumerables veces y eso no me importaba.

—Muy bien, nos vemos más tarde, supongo.

—Bien.

Le rocé los labios y cuando estuve de espaldas a ella, me limpié mi boca. No me gustaba besarla.

Ella suspiró, supongo que había visto mi acto. Me imaginé su cara triste y eso me consoló.

Salí de la lujosa casa y me subí a mi Mercedes plateado, lo encendí y me puse en marcha a la oficina.

Mi familia tenía un imperio en la publicidad (bueno, en realidad mi padre)

Me tenía a prueba desde que salí de la universidad hace ya dos años, para hacerme cargo de la compañía. Me gustaba hacer esto, no puedo quejarme. Ninguno de mis hermanos quiso reemplazar a papá, yo sí. Era lo que me repetía constante, trataba de hacer realidad ese mantra.

Mis padres habían tomado esta decisión tiempo atrás, cuando apenas era un adolescente. No me sorprendería si ya eligieron dónde me casaría, cómo, cuándo y cuántos serían mis hijos. La sola idea me generaba repulsión.

—Buenos días, señor Borges —Felicio, el portero, me saludó.

Ni siquiera me inmuté a contestarle. Su nombre le quedaba bien. Su sonrisa nunca se borraba, aunque yo fuera un cretino y no determinará su presencia, él nunca dejaba de ser amable conmigo. Aborrecía su felicidad, por qué yo la quería.

Las puertas del ascensor corporativo se abrieron, entré y marqué al último piso, donde quedaba mi oficina. Ocupaba la oficina presidencial, aunque mi padre de vez en cuando me daba la ronda. Me alteraba, nunca estaba más allá de mi cuello.

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