Fuego eterno

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Solía sentarse en un banco que con la caída del sol se iba enfriando.
Repetía aquella acción cada noche desde que había vuelto a la ciudad.

Cenaba, se calzaba y salía cogiendo la chaqueta por si refrescaba.

Y entonces, se adentraba cada vez más y más entre las calles serpeantes y vacías del barrio. Las luces de las casas eran lo único que le iluminaba el camino, las gentes de aquellas casas, las familias con las que un día él se había sentido identificado...
Pero aquella noche ellos eran ajenos a lo que se removía dentro de su pecho, una mezcla violenta y vertiginosa de sentimientos, de miedos e ilusiones, de dolores y esperanzas, de recuerdos y palabras.
Cualquiera habría dicho si le hubiera visto caminar que sus pasos eran tan ligeros como los de una sombra fugaz, con el anhelo de volar a donde quiera que estuviese. Sin embargo, en su corazón algo pesaba desde lo que le parecían siglos. Se sentía como un zombie perdido en un remolino de vida del que se había descolgado hacía demasiado tiempo.

Su mirada estaba inmersa en lo único que le quedaba de lo que realmente fue vida. Una estación de trenes.
Al igual que él había cambiado, los años también habían hecho mella en aquel lugar. No había ni rastro de los fríos y despiadados raíles, ni de la cálida cafetería, ni del kiosko que había servido de ayuda contra el mortal aburrimiento que allí se respiraba, en la interminable espera del vagón. Ahora era un lugar de reunión, donde los niños jugaban con sus drones y las familias hacían fotos con los IPads, aquellos nuevos inventos, del entrañable rincón.
Aquel lugar había sido rincón de alegrías y bellos recuerdos. Todavía podía ver en los oscuros cristales el niño inocente y ajeno al mundo que un día fue, correteando entre las mesas del café. Pero el interior de la estación albergaba una parte oscura como lo era aquella noche. Los colores cálidos tornaron en grises cuando las vías del tren se llevaron el gran tesoro que la vida le había brindado, su hermano. La guerra, la feroz y despiadada máquina que soltaba humo se lo llevó con falsas promesas y que él creyó ignorantemente: "Volveré, y entonces quemaremos todas las armas"
Fue el último día que le vio, vestido de valentía y dolor. Aún tenía la esperanza de volverle a ver y por eso todas las noches encendía una vela a los pies de la magnánima estación, alimentando la llama para quemar sus fantasmas y alentar la llegada del arcoiris.

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