—En su dieciséis cumpleaños se pinchará el dedo con la aguja de una rueca y morirá.
Aquellas habían sido sus palabras antes de desaparecer del gran salón del castillo en una nube de humo verde. Se dejó caer derrotada sobre su trono al llegar a su oscuro palacio, las lágrimas corriendo libres por su rostro sin que pudiera controlarlas. Sus fieles mascotas y amigos, Hugin y Mugin, los negros cuervos de Odín, se posaron en su hombro.
—Está bien, bonitos. Estoy bien. Ahora ese reyezuelo sabrá lo que significa sufrir. Y no sabe lo que le espera. La maldición de su hija solo es el principio. Voy a destruirlo hasta que su corazón esté tan roto como el mío.
Usó su espejo para ver las sensaciones que había dejado en palacio. A través de aquellas imágenes, supo que habían logrado encontrar la manera de que Aurora no muriera, sino que simplemente se sumiera en un profundo sueño. En realidad, así era más adecuado, pero la muerte le pareció un destino menos terrible que la eternidad. Ella lo sabía bien.
Maléfica. Así la llamaban. La encarnación del mal. Quizás ahora aquel nombre la representaba más que el suyo propio. Mas, no siempre se llamó así, no siempre había sido una hechicera. El otro tiempo, en lo que parecía casi otra vida, su nombre había sido Brunilda, la valkiria más fiera de Odín. Había surcado los cielos armada con sus rayos, había recogido los guerreros que se habían ganado el Valhalla. Aquella fue una buena vida, quería a sus nonnes, el resto de las valkirias, quería a Odín casi como a un padre y a Freya. Pero todo se malogró por culpa de su estúpida bondad. Si en aquel momento hubiera tenido una pizca de la maldad que ahora la corroía, si entonces hubiera sido un poco más malvada y no hubiera dejado que su corazón decidiese por ella, ahora seguía teniendo corazón. Sin embargo, Brunilda era una valkiria despreocupada y benevolente que solía perdonar las faltas de los hombres.
En una de las múltiples guerras de los humanos, uno de los reyes combatientes Agnar, había ofendido a Odín por lo que el dios del Asgard había ordenado a Brunilda decantar la batalla a favor del otro contendiente, Hjalmgunnar. Sin embargo, al llegar al midgard, la tierra de los humanos, y contemplar al que se suponía que tenía que derrotar, Brunilda sintió lástima. Solo había ofendido a Odín porque su pueblo pasaba demasiada hambre como para hacer mayores ofrendas a los dioses. El rey Agnar tenía hijos y esposa y parecía preocuparse realmente por las personas de su reino. Por aquel motivo, Brunilda decidió contradecir las órdenes de Odín y ayudar a Agnar. El rey ganó la guerra, pero el dios se enfureció.
Todavía recordaba el día en el que había entrado al Asgard, morada de los dioses nórdicos, para encontrarse con Odín. El dios tuerto la esperaba con Hugin y Mugin, sus fieles cuervos, en los hombros.
—Brunilda, tu desobediencia ha sido imperdonable.
—Pero Odín realmente creo que Agnar era un rey mejor. Si vieras...
—Silencio. Los dioses decidimos el destino del Midgard, no las valkirias.
—Pensaba que el destino solo lo tejían las nornas (tejían el telar de la vida con pasado, presente y futuro)
—Estoy harto de tu desfachatez. Esta vez no saldrás impune, Brunilda. Tu castigo será el fin de tu existencia.
—No puedes matar a una valkiria, somos seres inmortales.
—Hay castigos peores que la muerte. Has desobedecido a tu dios por creer en la bondad de los humanos, ¿acaso no ves lo estúpida que has sido? Los humanos son seres egoístas, ambiciosos y rastreros.
—No todos, Odín, hay humanos buenos.
—¿Estás segura de ello?
—Sí—Respondió con firmeza.
—Bien, entonces tu castigo será una eternidad sumida en un profundo sueño del que solo un humano de corazón puro podrá despertarte.
Antes de poder protestar, Brunilda sintió que sus ojos se cerraban, que su cuerpo dejaba de responder. Al cabo de un rato, la tendieron en una cama y allí permaneció. Dormida, pero consciente de lo que pasaba a su alrededor, del tiempo eterno y pesado que no avanzaba, de la desesperante soledad, del silencio y la descorazonadora sensación de que Odín podía tener razón. A medida que los años pasaban, y nadie lograba despertarla, Brunilda se preguntó si no habría errado, si era cierto que no existía ningún humano de corazón puro.
Años después, muchos años después, al acudir a la guarida de las nornas, ellas le mostraron lo que sucedió mientras dormía. Odín no solo la había encerrado en la alta torre de uno de sus castillos ocultos. Tal había sido el enfado del dios por el comportamiento de la valkiria en la que había depositado su confianza, que creó un cerco de espinas ardientes alrededor de la durmiente muchacha y, para asegurarse de que solo un guerrero valeroso trataba de despertarla, ordenó al dragón Fafner que custodiara la entrada al castillo de Brunilda. Fue una manera de procurar dos castigos en uno. Fafner no siempre fue una bestia alada, antaño fue un enano hijo de Hreidmar. Tenía dos hermanos, Regin y Ódder, aunque Fafner era considerado el más fuerte e intrépidos de los tres. Loki, dios de la confusión, mató a Ódder por uno de sus trucos y, como compensación por la muerte de uno de sus hijos, el engañoso dios le reglaó a Hreimar el oro de Andvari. Lo que el enano no sabía era que aquel oro estaba maldito. Los hijos que quedaban con vida, Regin y Fafner, fueron poseídos por la codicia y asesinaron. Sin embargo, Fafner decidió que no quería compartir el oro de su padre y trató de quitarle la vida a su hermano. El último fue salvado por la intervención de Odín, quien dejó marchar a Regin sin oro alguno y maldijo a Fafner por su avaricia convirtiéndolo en un ser sin entrañas ni pensamientos, un dragón que seguiría sus órdenes.
Así que el dios tuerto no se lo había puesto nada fácil. Aquel que deseara despertarla tendría que encontrar un castillo perdido entre las montañas, vencer a un dragón, atravesar un campo de de espinas ardientes y, encima, ser puro de corazón. No era de extrañar que hubieran tardado tanto tiempo en despertarla, lo raro era que alguien la hubiera logrado despertar.
Sin embargo, años después, un protegido de los descendientes de Regin, escuchó la leyenda del dragón y decidió darle caza. Su nombre era Sigfrido.
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La Leyenda de la Bella Durmienta (Saga Grimm IV)
FantasyLa historia de Maléfica no comienza tras el despecho por no haber sido invitada a una fiesta, su historia empieza mucho antes, cuando tan solo era una joven que creía en el amor verdadero. Basado en una leyenda nórdica, sigue a las obras anteriores...