CAPÍTULO 4

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El tiempo fue pasando y Maléfica se contentó haciendo pequeñas maldades. Quemaba poblaciones enteras, derrotaba a los ejércitos del rey Stephan, sumió al reino en la sequía, hambruna y pobreza más absoluta. Pero no era suficiente. Maléfica, como todos la llamaban ahora, podría simplemente haberlo matado, mas no quería. La muerte era un destino demasiado benevolente, quería que sufriera tanto como ella.

La noticia de que Stephan y Krimilda esperaban un bebé fue un duro golpe para ella. Tiempo atrás, en otra vida, Maléfica había soñado ser la madre de sus hijos. Ya nunca lo sería. Nunca sería esposa, ni madre, ni valkiria, ya solo era una bruja sin corazón. Se sintió desesperar hasta que su nuevo poder hizo nacer en ella una malvada idea y vio en aquella niña, no un recuerdo de lo que podía haber tenido y no tendría, sino una oportunidad para vengarse como deseaba.

El día que Aurora nació, todo el reino fue invitado a la celebración. El rey Stephan había obligado a todos sus súbditos a abandonar sus tradiciones y creencias paganas, y los antiguos y poderosos dioses nórdicos habían sido relegados a la categoría de demonios o pequeños santos. Pero un solo rey no podía contener la magia de toda una tradición, así que seguían existiendo pequeños cultos y muchas de las criaturas mágicas seguían viviendo aunque escondidas. Las nornas, tejedoras del tapiz de la vida, fueron las únicas perdonadas por el rey Stephan y el cristianismo y se les permitió seguir con su vida, incluso fueron invitadas para celebrar el nacimiento de Aurora. Como agradecimiento y para seguir manteniendo el buen trato con el reino cristiano, las nornas decidieron entregar cada una un don a la niña. Urdr, que veía lo que había pasado, le concedió a la niña inteligencia; Verdandi, la que veía el presente, le concedió la belleza y la alegría; pero cuando Skuld, que veía el futuro, estaba a punto de dar su buen deseo, las puertas se abrieron de golpe y apareció Maléfica.

—Vaya, vaya. Veo que estáis dando una pequeña fiesta y no me habéis invitado. —Muchos de los presentes quisieron lanzarse sobre ella pero los inmovilizó con un hechizo— Pero para que veáis que no os guardo rencor, también yo le daré un regalo a la pequeña. —Maléfica miró a su alrededor buscando algo que la inspirara para dar forma a su hechizo cuando vio el objeto perfecto. La rueca de hilar con la que las nornas tejían el telar de la vida. —Oídme bien todos, cuando Aurora cumpla dieciséis años se pinchará con la aguja de una rueca y morirá.

Con sus últimas palabras, miró a Stephan encontrando solo odio en sus ojos. No sabía por qué le importaba, ella también lo odiaba. Desapareció al instante sabiendo que su venganza ya estaba en marcha.

Al desaparecer, la tercera norna dijo poder solucionar un poco la situación. Encantó uno de los cirios que iluminaban la sala y apagó la vela dándosela al rey Stephan.

—Aurora solo morirá cuando esta vela termine de consumirse. El hechizo la sumirá en un profundo sueño, mas no perecerá.

La norma del futuro había sido lista. Tampoco importaba el cambio de planes. En realidad, como ella sabía, la eternidad era peor castigo que la muerte. Quizás lo más curioso de su hechizo era tener que esperar dieciséis años, si quería matarla ¿por qué no en aquel instante? ¿o con un año? ¿por qué darles a sus padres dieciséis años de una hija que no merecían?

No había sido idea de Maléfica esperar. La bruja de rubios cabellos que le había concedido la magia, le había impuesto aquel tiempo de espera para su gran venganza. Durante aquellos años, Maléfica desapareció por un tiempo del reino de Stephan para llevar a cabo los recados que formaron parte de su trato con la bruja. Viajó por el mundo en busca de corazones rotos y les ofrecía lo mismo que le había sido ofrecido a ella: el poder para sobrevivir y vengarse, para lograr aquello que deseaban, a cambio de aquel doloroso corazón roto. Nadie se negó: ni la pequeña sirenita convertida en monstruo, ni el solitario niño convertido en sanguinario guerrero, ni hombres codiciosos y despechados... La bruja le daba en una caja la misma poción que ella había bebido, cuando alguien la ingería, su corazón se marchaba para hacer cabida a la magia y se guardaba en la caja que después le entregaba a la bruja rubia. No sabía para qué quería aquellos corazones, ni le importaba. Acabó perdiendo la cuenta de los corazones que había reclutado, cuando llegó el fin de los dieciséis años.

Todavía tenía en su poder un último corazón roto, el último que la bruja le había pedido. Tras entregarle aquel corazón, dijo, su trato quedaría cerrado y Maléfica sería libre para siempre, aquellas fueron sus palabras. Aquella caja con el corazón, el de una joven reina que había renunciado a él a cambio de la magia para vengarse de una preciosa niña de piel blanca como la nieve que le había arrebatado todo lo que amaba, pesaba más que ninguno de los que había entregado antes. Se preguntó si eso se debería a que, mientras su corazón estuvo completo y sujeto por el amor, había sido más grande que los anteriores o quizás se debía a que el dolor que albergaba era mayor. Maléfica no lo sabía porque en todo aquel tiempo no se había molestado en descubrir nada sobre su misteriosa benefactora ni sobre aquellos corazones. Pero aquel día, aquel corazón hizo que se preguntara cómo había sido el suyo. Si había sido pesado, si era muy oscuro o estaba muy roto.

Lo cierto era que habían pasado dieciséis años desde su maldición. Dieciséis años desde que Stephan la despertara de su castigo eterno solo para engañarla y traicionarla. Dieciséis años desde que decidiera vengarse y diera su corazón a cambio del poder de hacerlo. Dieciséis años en los que había contemplado a personas que habían hecho su misma elección, que habían apostado por la venganza en vez de tratar de sanar su propio corazón y aquello no los había llevado a un punto mejor del que habían partido. No habían encontrado la felicidad. ¿Se estaría equivocando? ¿Debería perdonar y olvidar su ofensa? Las valkirias eran impulsivas y rencorosas por naturaleza, pero dieciséis años eran demasiados para permanecer ciega por la ira. Aquella niña, Aurora, la niña a la que había maldito, era tan bonita y tan pura. Le recordaba a su padre, pero no a Stephan, sino a Sigfrido. Tenía la misma mirada honesta y limpia, el mismo corazón puro que un día creyó ver en él. Porque Maléfica lo había amado con toda su alma, con todo su corazón, ahora roto y vendido. Él la había traicionado. Sí, pero él, le dijo una voz, él y no su hija, la pequeña Aurora, ella es inocente.

Aquellas palabras la decidieron. Aquel era el día de su dieciséis cumpleaños, pero el sol todavía no se había puesto. Podía llegar a tiempo. Podía detener la maldición, detener el hechizo, marcharse de allí y dejar que todos fueran felices.

Se teletransportó con un hechizo al castillo y buscó desesperadamente a Aurora, esperando no llegar tarde. El sol estaba a punto de ponerse, pero ella seguía viva, la maldición aún no se había cumplido, podía sentirlo. Corrió, se deslizó por pasadizos y pasillos, buscándola hasta que encontró el brillo de una cabellera rubia. La siguió corriendo para encontrarse atrapada en una sala de espejos.

—¿Aurora? —gritó

Pero solo tuvo la contestación de una risa y de nuevo, el reflejo de una cabellera dorada.

—Deja que sea así, Maléfica—Era la voz de la bruja—Después podrás ser libre.

—No. Me he arrepentido. Deja a la niña, Aurora es inocente—

Gritó impotente Maléfica, pero ya daba igual. Pudo sentirlo, casi verlo, como Aurora se acercaba a la rueca de hilar el telar de la vida, llevaba su mano a la aguja y se pinchaba. Ya era tarde.

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La Leyenda de la Bella Durmienta (Saga Grimm IV)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora