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Casi mordí la almohada. Tenía enterrado el rostro. Ya estaba húmeda, mis lágrimas la habían mojado. Trataba de contener el llanto y no era posible. Sentía el cuerpo vacío y las lágrimas corrían sin detenerse. Era triste realmente. Yo, que menospreciaba los problemas sentimentaloides, sufría, y mi llanto era la mejor prueba. Primero intenté aguantarme, mordí mis labios, entumecí el cuerpo, mascullé majaderías sordamente, pero luego hice erupción: empecé a llorar con escándalo, sin discreción. Entonces me arrojé en la cama para llorar más a gusto. ¿La causa? Ríanse: Elsa Galván. Elsa Gavilán. Su zarpazo fue demoledor.

Cometí la estupidez de enamorarme de ella, y al saber que había tenido un amante, profesor de filosofía, el dolor fue más grande. Chistoso, ¿no? Mi alma era un círculo de dudas, dolor y rabia; pero aún fue más cuando Elsa lo admitió con sonrisas candorosas. Hombre, muchachito, ¿qué te pasa? Normal, era normal. ¿No conoces los facts of life? ¿No sabías cómo te procrearon tus papitos? ¿Acaso tenía yo esa clase de convencionalismo burgueses? En realidad, me jactaba de no tenerlos. Pero, comprendan, con ella era distinto. Que me cuelguen si sabía por qué era distinto. Pero era. Considerándola fuera de ese núcleo, no podía creer que también estuviese en la onda. Por eso, más que nada (qui te va croire, petit?), fue mi llanto. No porque hubiera tenido un amante.

—Yaaa. ¿A poco no sabías?

—Bueno, sí, Gabrielito/

—Señorita Galván, procedamos con la lección/

—Claro, me acosté con él/

—Veremos la metafísica de los cuerpos, como nunca la pudo entender Kant, es decir, sobre un fondo mullido, acolchado, bamboleante.

—Era un relajo, Gabriel, en clase siempre le veía las piernas/

—¿No quiere tomar un café conmigo, señorita Galván?

—No, hace poco en realidad, pero, ¿de veras no sabías?

—Bésame, Elsa, esta noche te deseo más que nunca./

—¿Pero en qué país vives?/

Sino por mi imbecilidad de considerarla pura. Por eso lloré, yo, que la respetaba, por haberme equivocado. Yo, que empezaba a amarla, porque se había adueñado de mí ser. Yo El Equivocado.

—Mire, Elsa, el amor burgués es una cosa y nuestras relaciones, otra. El tipo mediocre necesita una mujer virgen, sumisa, que se ruborice al desnudarse en la oscuridad/

Pero no, no caeré en el mismo error. Ahora mismo iré por ella y será mía. No merece el tratamiento que le estaba dando. Ya aprenderá.

—Ya aprenderás, Gabriel.

Me levanté para lavar mi cara. Me vi en el espejo: ojos irritados, facciones descompuestas. Empapado de loción, tomé el teléfono.

—Quisiera ver si tienes tiempo libre para ir a un café.

Claro que ya no dije eso. Secamente ordené:

—Te espero en el Viena a las seis, no quiero que faltes.

Y colgué, dejándola, lo más probable, sorprendidísima. Ya son las cinco y cuarto, tendrá que apurarse.

Decidí llegar tarde, pero no teniendo nada que hacer, me senté tranquilamente. (Pensez, idiot, c'est ton heure.)

Escuché Die Lohengrin. Cuando dieron las seis y cuarto, fui al café Viena de Insurgentes.

Ahí estaba, tomando un vienés un poco disgustada. Desde sus confesiones (tres días antes), no la había visto. Y ya estaba ahí.

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