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Sonaba, sonaba sin detenerse. Un ruido sin fin. Sentía la cabeza próxima a estallar. Sonaba. Me volví hacia todas Partes, tratando de encontrar el origen del sonido.

Nada, sólo en mi cabeza. ¡Maldito ruido, nunca acaba!

Clic, clic. No tenía ganas de levantarme; al menos, la cama estaba caliente. Clic.

¿Qué hago? Me duermo. ¿Tomo alguna medicina? No. ¿Entonces?

¡Qué imbécil, soy queriendo engañarme! Puse El Lohengrin pensando que sus notas opacarían la magnitud de mi ruido interno. Pero me consoló el saber que era mío.

Clic, clic. Hasta me dio gusto.

Rompí el encanto de mi soledad cuando bajé al desayuno. Mis padres (juntos) ya estaban ahí.
—Buenos días.
—Buenos sean, papá.
Silencio.
—¿Qué dice tu novia?
—Nada.
—¿Nada?
—Nada importante.
Sonrisas.
—¿Cómo va eso?
—¿Qué?
—Tu novela.
—Un fiasco.
Nuevas sonrisas.
Siempre igual. Clic, clic, clic.
Elsa me telefoneó (qué curioso). Salí de casa, alejándome de la suciedad, para entrar en contacto con la suciedad. La mañana era espléndida, podría decirse, pero no la sentí así. Clic. Al sentarme en la banqueta, ésta se molestó.

¿Qué demonios tengo en la boca?

Con gran hilaridad festejé desconocer mi propia boca. Lengua, dientes y demás. Reí: la sequedad ahí permanecía. Clic. Escupí al entrar con lentitud.

Mi cuarto. El Lohengrin había terminado: una circunferencia de acetato daba vueltas. (Je dois être fou).

Tomé un libro de Gide, Elsa lo había pedido y se debe cumplir. (Bien fou). Tomé también unos versos bilingües que había en el escritorio. Los transcribo.

Run run run run
Because I cannot walk
Sun you need fun
Because I cannot talk
L'étoile est verte
Mais elle n'a rien
L'âme est ouverte
Et je ne sais quand

Se los enseñaré y van a gustarle. Un libro de Gide y versos míos. ¡Eso sí es gracioso!
Clic, clic.
Pero van a gustarle.
Clic.
Caminé alrededor de mi cuarto, revisándolo. La cama no estaba hecha, la criada vendría después.

En el garage, el gato se divertía con una cáscara.

Se divierte, pensé al entrar en el coche. ¡Vamos, pues, chez elle!

¡Ja, ja, ja! Cómo reí. Tenía tanta risa que mis ojos se llenaron de lágrimas. Reí hasta desternillarme cuando Elsa anunció estar embarazada. A ella no le hizo tanta gracia.

—¿De qué te ríes?, debiste haber tenido más cuidado.

Estaba huraña y yo seguía riendo. Clic, clic, clic. El ruido me hizo callar.
—¿Te das cuenta? ¡Un niño!
—Sí, me doy cuenta —contestó furiosa.
Fuimos a un café: ella insistía en analizar el affaire.

Ahí, me sentí en la necesidad de hablar del problema. Ella seguía ceñuda, fulminándome con la mirada.
—¿Cuánto tiempo llevas?
—Dos meses.
—Ajá, ya digiero.
Clic.
—¿Conoces al doctor Mendoza?
—¿Cuánto quiere?
—¿Cuánto por qué?
—Por el aborto, no te hagas la loca.
—Pues a Vicky le sacó setecientos.
—Muy bien.
—¿Los tienes?
—Yep.
Clic, clic.
—¿Por qué reías?
—¿Cuándo?
—Hace un rato.
—Es muy gracioso, ¿no?
—¿El qué?
—¿No te das cuenta?
—No —parecía muy interesada.
—Es claro: durante el tiempo que has sido mía, fuiste la mar de cuidadosa, lavados y no sé cuántas cosas más. ¿Todo para qué? Para que salgas con que estás embiernesanto. ¡Realmente más te hubiera valido ser estéril!

Me miró, sonriendo, para darse a la tarea de beber su cafetín. La observé: estaba contenta porque todo se había resuelto. ¿Resuelto? Qué va, era sólo una estupidez, una linda estupidez.

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