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Me despertaron Las mañanitas a las seis. Tenía tanto sueño que odié Las mañanitas, y sobre todo, a quien las puso. Fue mi padre, quien se presentó para felicitarme (¡oh, padre comprensivo!), diciendo:

—Mira, hijo, realmente no sé qué regalarte, creo que tú eres el único que puede comprar algo de tu gusto—sic—, así es que toma este cheque y a ver qué te encuentras.

Gruñí, asintiendo, y volví al sueño.

Desperté de nuevo, a las diez, para ver el cheque: Tres mil pesos, mexican currency. Me dio rabia. Hubiera preferido cualquier cosa, zapatos, un frijol o cualquier chuchería, menos dinero.

Mis ojos comenzaron a anegarse. Tenía el cheque en la mano, viendo nublado. Tres mil. El techo. Azul triste, sin manchas. Desolación. Estuve así largo rato, sin levantarme. Mi madre aún no me felicitaba. Papá, dinero. Día nublado. La casa silenciosa. Me bañé sin deseos, y el agua, que normalmente me traía tranquilidad, picoteaba mi cuerpo, despiadada.

Al bajar al desayuno, giré instrucciones a la servidumbre. (Mon pauvre ami!) Salí a cambiar el cheque, para contratar a una orquesta: los Colosos del Huarachazo. Después, meseros y barhombre.

Fui a la escuela para seguir invitando. Hacía un calor infernal; daban deseos, como en aquella leyenda china, de tirar flechas al sol para que se ocultase. Saliendo de etimologías, enfilé hacia el centro de la ciudad.

Con el coche estacionado, recorrí Madero para luego entrar en una nevería del zócalo. Después, compré unos gaznés de seda italiana hechos en Kioto. Tras recorrer un museo, fui a una biblioteca—de donde saqué informes biográficos de Jaspers que no necesitaba—. En una discoteca compré varios largopléis: Satchmo, Adderly, Debussy y Grieg. De nuevo en el auto (al que llegué tomando un pesero), emprendí hacia la Embajada Austriaca para pedir un plano de Viena e informes sobre clases de alemán. Me remitieron al Humboldt, pero enfilé a una librería (poemas: Perse, Verlaine; teatro: Beckett; novela: Kerouac y Lagerkvist). Comí en el Rendezvous, de donde telefoneé a Elsa-Elsa, quedando de recogerla frente al monumento a Cuauhtémoc. En el restorán, encontré a unos obesos amigos de mi padre que pagaron mi cuenta.

Fui, ya entonces, por Elsa-Elsa que se había escapado.

(A propósito, ella me inquirió por qué había empezado a decirle Elsa-Elsa.

—Es claro—respondí—, recuerda a Lola-Lola, a Yom Yom y a Hummy Hummy.)

Estuvimos en un cafetín hasta las ocho y entonces partimos a mi casa. Los encargados de la cantina y de atender a los invitados estaban ahí, preparándose ya.

Los Colosos de Huarachazo también habían llegado y afinaban sus instrumentos entre trago y trago.

Elsa tomó posesión del baño, para arreglarse. Mi padre llegó con un terceto de torvos amigos y empezaron a beber copiosamente en el jol. Llegaron unos compañeros de escuela con sus parejas cuando la orquesta atacaba un rocanrol. Mis amigos aullaron de alegría al empezar las hostilidades, bailándolo. Elsa regresó y nos unimos a la jauría de compañebrios. Tal parece que el rock fue grito de guerra, pues empezaron a llover invitados en busca de jaiboles. Mi madre no estaba y lo extraño era que papá estuviese.

Saboreábamos whisky enrocado cuando mi padre y compañía se aparecieron para decir:

—Nos iremos para que puedan divertirse.

Y lo hicieron, no sin antes guiñar el ojo significativamente. Para entonces ya había gente por doquier: en el jardín, jol, cocina, comedor, salas, etcétera. Los meseros no se daban descanso sirviendo cocteles. Como era natural había mucho paracaidista y puesto que era poca la gente que conocía, jalé a Elsa, dedicándome a bailar y beber como un invitado más, olvidando mis sagrados deberes de anfitrión.

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