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Run Samosn run.

Delilah's on her way.

Run Samson Run.

I aim't got time to stay.

Sedaka & Greenfield.

Día nublado con vientos soplando violentamente. Hacía pocos momentos anunciaban que «el arribo» del jet de Chicago se retrasaría una hora, a causa del tiempo. Vi el enorme reloj: eran las cinco de la tarde. Miré a mis padres y a mi prima sentados, con los gruesos abrigos colgando en sus cuerpos.

—¿Ahí piensan estar hasta que llegue?

Mi padre asintió, y entonces, balbucí que estaría en el café. Mi prima se levantó, anunciando que me acompañaría. Tras encoger los hombros, me dejé seguir.

Pero no fuimos a la cafetería: entramos en el bar.

—¿Conoces a esa tía?

—No; jamás la he visto.

—Dice mi madre que vive en Chicago desde los once años.

—Algo oí de eso.

—Y que allá se casó.

—¿Está casada?

—Sí.

—Allá ella.

—En efecto, yo no me pienso casar en bastante tiempo.

—Porque no tienes con quién.

—Tú no sabes que eso no es verdad.

—Yo no sé nada.

—Contigo no se puede hablar, eres imposible.

—De acuerdo, soy imposible.

—Dicen que es muy bonita.

—¿Quién?

—Nuestra tía: Berta de Ruthermore.

—¿Así tiene el descaro de llamarse?

—¿Berta?

—No. Ruthermore.

—Es su marido quien se llama así.

—Lo cual no impide que el apellido deje de ser un cañonazo al tímpano.

—No seas exagerado.

—No es exageración.

—Sea, pues... ¿Piensas ir a la fiesta de los Babosos Artigas?

—¿Cuándo será eso?

—Pasado mañana.

—No sé, no me habían pasado la onda.

—Va a aguantar. El licor correrá sin diques.

—Lo sé, y tú te revolcarás con Nosequién.

—Me revolcaré con Yosisé, alias Jaimito Valle.

—¿Tu novio en turno, Laura?

—Mi novio en turno, Gabriel.

Sonreí ligeramente al tomar mi trago. Laura era todo un carácter: tenía mi edad y su fama de intrépida parrandera era bien conocida en todas las élites. Cualquiera diría que le encantaba «la vida ligera y sin preocupaciones». Tenía entendido que sus estudios iban por los suelos, mas era bastante poco lo que eso le interesaba.

Es simpática, pensé, congeniamos bien.

—anuncia la llegada de su vuelo 801, procedente de Chicago, servicio—dijo una voz profesional, femenina.

Laura pagó los licores, con mi correspondiente sorpresa. Nos reunimos con mis padres en la llegada internacional, para ver el descenso de los pasajeros del jet.

Mis padres empezaron a saludar a alguien. No supe a quién hasta que mi madre señaló a Berta Guía de Ruthermore. No parecía tener más de treinta años (quizá los pasase, pero su figura era joven): un poema hecho mujer, como dijera Torres B. Alta, ojos destellando simpatía y malicia, cuerpo digno de un anuncio.

—Realmente es bonita—dijo Laura con miradas de envidia y admiración.

La tía estaba ya frente a nosotros saludándonos con sonrisa alegre. La vimos, a través de los vidrios, hacer todos los trámites.

Cuando al fin se reunió con nosotros, su conversación fue el centro de todo. Laura estuvo callada, aunque tenía una bien merecida fama de conversadora simpática. Mr. Ruthermore tuvo que quedarse en Chicago. Estancia de sólo tres días para decir hello a la familia. Ya casi no hablaba español, pero afortunadamente yo conozco el inglés, mi padre también y Laura hacía un grandísimo esfuerzo por hablarlo (sin éxito, es obvio).

Mrs. Ruthermore tenía treinta y tres mesiánicos años y era la hermana menor de mi padre. Odié ser su sobrino, pues me miraba con un aire maternal, haciéndome sentir como el imbécil número uno sobre la tierra.

En casa, ocupó la recámara de los huéspedes (o de los guests, como ella decía). Tomó un sándwich: en el avión había comido. Quedé con la comisión de pasearla y ella aceptó de buena gana cenar en un restorán de seudocategoría.

Fuimos a Focolare, uno de los llamados restoranes trés chic. La tía era realmente inteligente, con agilidad mental asombrosa. Cultura sólida en varios aspectos. Conocedora de todo lo cosmopolita. Había viajado considerablemente y hablaba inglés, francés y alemán; casi había olvidado el español pero lo recordaba con rapidez.

Haciendo un increíble esfuerzo de rapidez, la llevé a dos museos, a una exposición, a CU y a todo lo digno de verse. Llegamos a la mitad de una obra de Strindberg, y finalmente, cenamos en una boite, donde casi se agotó el dinero que mi padre me había dado.

Juró haberse divertido bastante.

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