Spin off de mi amigo Russell

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Una vez, en ese tiempo en que malgastaba las pitadas de mis cigarrillos observando a Russell salir de su casa a las tres de la tarde sin poder acercarme a hablar con él, recuerdo haber soñado ciertos disparates. No es algo que haya nacido de mí, aún en ese entonces procuraba cierta sensatez que me hiciera creerme cada día un poco más digno de dirigirle la palabra, se trataba de algo externo originado en tardes de lecturas sosas adormiladas por el calor del verano.

La pregunta que catapultó mi mente hacia aquel estado onírico fue un reflejo de cierta parodia de las tantas que intentaron remedar con bajo presupuesto la genialidad de la saga de Volver al futuro, una donde una muchacha volvía atrás en el tiempo, no con tecnología sino con una especie de conjuro, y tomaba posesión de su propio cuerpo de aquel entonces para cambiar el flujo de los hechos a voluntad.

Yo no era de admirar ese tipo de tramas, mas he de admitir que la idea me resultó atractiva: ¿Qué sucedería si poseyera mi cuerpo en alguno de los puntos de mi vida y lo cambiara para tener el futuro que deseaba? Las posibilidades eran infinitas.

Vadeando mi propia escala de valores afectivos, decidí ir por orden al evaluar uno a uno cada momento cúspide de mi vida y tratar de encontrar una vuelta distinta a las diferentes encrucijadas en que me metí. Fue así que el primer punto en que mi mente se paró a replantearse los caminos tomados fue la bola que se llevó consigo mi capacidad de procrear, y me imaginé lo que habría sucedido si tan solo hubiera dado un paso al costado, ¡uno sólo, nada más! Definitivamente el experimento me inclinaba hacia una vida diferente...

Me vi en mi vida de reloj de bolsillo, saliendo temprano tras compartir el desayuno con Maureen, mi bella esposa, recorrer las calles quejándome del tránsito y de mi automóvil, llegar a tiempo al trabajo y vender pastillas y frascos a clientes dudosos para luego conversar con alguien sobre el clima o sobre las últimas fechas de los Yankees y sus partidos preliminares. Me vi regresando a casa cansado, un ramo de flores en mano, llegar ansioso, sentir el aroma a comida casera, quizás quejarme de él, o quizás admitir que venía pensando en algún pollo con arroz o quizás un estofado, besar a Maureen y dirigirme a la cocina donde una pequeña damita esperara mi regreso. El cabello de mi esposa, sus mismos rasgos, la palabra impsonunciada por nadie hacia mí brotando de su boca cada dos segundos, incontrolable: "padre"...

Una bola, un paso, mi esposa y aquel estúpido trabajo. Mi hija, mi precioso sueño en un cuarto ya no amarillento sino de los colores que más le gustasen, miles de princesas y unicornios garabateados en la pared y las palabras de su mamá estallando en el aire para percutir sus tímpanos al grito de «te dije que no escribieras la paredes»... Juguetes por todas partes.

Era cierto, algunas de esas cosas lograron sin gran esfuerzo apoderarse de mi inventario de pensamientos y pronto yo, que no me jactaba de inventar historias sino de leerlas o vivirlas, me vi jugando como un niño con el futuro de su caricatura favorita, inventando posibles situaciones, calculando las posibilidades de cada desenlace en función a los hechos y a las personas que los interpretaban. Una sarta de actores trabajando en mi mente. ¿Cómo la habríamos llamado?

El segundo escenario distaba mucho del primero, y se trataba sobre qué hubiera pasado si Maureen y yo decidíamos que Hollywood excedía nuestras expectativas y rechazábamos aquel desdichado trabajo. Pasarían años antes de que lográramos adoptar, décadas quizás. Ella me amaba, fui muy tonto por haberlo dudado. Definitivamente tendríamos el cabello lleno de canas, la voz carrasposa y un sweater que desentonase con la ropa moderna, al igual que ocurre conmigo ahora, pero nosotros dos difícilmente nos habríamos separado. No eramos valientes, no expresábamos las cosas que no teníamos en claro. Alguien nos enseñó cómo debíamos vivir y seguíamos las instrucciones como dos murciélagos tanteando el mundo a ciegas y guiándonos por los efectos del choque de nuestros gritos más silentes. Debra seguiría siendo una molestia, quizás nunca se habría casado, algunos fines de semana veríamos a mi jefe ser criticado por su mujer y Maureen se reiría del afecto que esa señora destilaba hacia mí, y yo refunfuñaría de recelo ante la idea de que se le ocurriera intentar algo más que sólo palabras... ¿Seríamos felices? Quizás sí, pero viviríamos una especie de mentira. Seríamos prisioneros de nuestra propia felicidad.

Otro episodio de mi vida que merecería derrochar semejante poder sería el momento en que estuvimos dentro de la casa de adopciones. ¿Cuántos escenarios podrían deshilacharse desde el punto en que salimos de nuestro auto para adentrarnos en ese infernal lugar? Podríamos haber resuelto no entrar, esperar a otra chance por sentirnos incapacitados, podríamos habernos reído de la frivolidad casi actuada con que aquel monstruo se refería a nosotros, podría haberla golpeado... quizás debería haberla golpeado. Podríamos haber salido de ahí, enfrentar nuestras emociones verbalizándolas en vez de dejar que se nos atorasen en la garganta y comprender que todo eso no tenía importancia. Eran simplemente la opinión de una dama amargada e incapacitada para tratar con cortesía a los demás. Habríamos buscado otro sitio más apropiado para nosotros, habríamos conocido a nuestro hijo en el mes de noviembre y yo le habría enseñado a usar protecciones para jugar al baseball. O quizás no, quizás solamente habríamos aceptado sus verdades sin darle tanto peso al asunto, mirarnos a los ojos y decirnos mutuamente: «Hay un plato vacío en nuestra cocina, pero no lo vamos a llenar con una persona. Somos nosotros los que lo tenemos que llenar trabajando en nuestras deficiencias»...

Eso suena tan ajeno a nosotros que pienso que jamás lo podríamos haber interpretado ni si fuera parte de uno de los guiones de teatro que ocasionalmente compartíamos. Ese tipo que golpeaba a la señora, que le restaba importancia a las nimiedades, que se salía del libreto del típico ciudadano americano para adentrarse en el de una versión quizás más versátil de mí mismo y anunciar con elocuencia las cosas que pretendí negarme a mí mismo, ese no era yo. Esta, entre todas las opciones, me resultaba la menos probable.

Pero sí era divertido jugar con ella, no lo niego. Y es que su desenlace, ya sea por convencer a la rectora del orfanato o por acudir a otro con tratos más amenos en sus exigencias, acarriaba consigo la posibilidad de cumplir con aquel estereotipo de la serie que disfrutaba todas las noches y ser así un padre del cual se pudiera presumir.

¿Cómo sería? Sería llegar a la vejez con Maureen, un niño o niña con rasgos irreconocibles junto a nosotros compartiendo la mesa, sus piecitos colgando frente al banco, Debra solterona, Russell en su mundo aislado del trabajo, juguetes por todos lados... ¿La felicidad? Está sobrevalorada, puede encontrarse en cualquier lado. Yo, por mi parte, me contentaría con reducir mis asuntos pendientes a la mitad, eso aliviaría un poco mi carga mal llevada a lo largo de los años.

Hubo dos escenarios más, no quise divagar demasiado: el primero —que si indagamos bien sería también el primero en mi lista de prioridades— era un mundo donde no tomara la decisión estúpida de alejarme del amor de mi vida para guardar las malditas apariencias, donde Russ y yo pudiéramos ser un poco más libres, algo así como felices compartiendo una diferencia abismal en gustos, pero una misma escala de valores.

Requería, sí, de haber pasado de llano todas las lagunas anteriores, pero jugaría conmigo mismo si mintiera descaradamente diciendo que no lo caldría. Valdría cada maldito intento, cada lágrima, cada tragedia, cada añoranza. Valdría por el muro pintado de amarillo roído por el martillo de mi esposa en crisis; valdría el viaje en el convertible del idiota con sonrisa Hollywoodense y mis ganas de salir rodando; valdría la decepción de mi padre, el odio de mi ex esposa, de Debra, hacerme uno con las palabras de la rectora y asumirme incapaz de criar a un niño porque mi vida, aún si jamás lo aceptara con anticipación, no era una receta de rectitud y hombría. Yo no era lo que pretendía ser, Russell lo sabía y me aceptaba así, por eso estar con él valía aún más que mi vida: lo valía todo.

No me perdono nunca no haber sido menos recto y mucho más honesto conmigo mismo al asumir que la rectitud consiste en hacer lo que es debido, y mi lugar en el mundo, no así por derecho sino más bien por deber, era al lado de ese hombre.

Sé que pierdo el tiempo tratando de adivinar qué habría pasado si algo de esto ocurriera, pero es agradable pensar que podría haber sido mucho menos infeliz.

Mi último error, y este bien lo lamento, fue no haber sido menos romántico y quedarme al lado de Clark para que su vida no cayera junto con la mía en la picada de la melancolía, de la taza vacía frente a mí todos los días, esa que era para Russell y no le supe dar, del periódico mal doblado y sin leer porque nada de lo que decía me podía estimular, de mirarlo frente a frente sin que él notara mi presencia, encontrarme con sus gestos aniñados subiendo a un automóvil y desaparecer de mi vista, de mi alcance, de mis disculpas.

Oh, Russell, muchas de estas cosas bien me habrían apartado de ti. De haber sabido mi destino no estoy seguro si lo hubiera aceptado, pero sé, y lo digo con convicción, que he sido un tonto, y que de haber sido por mí, nunca más me separaría de tu lado.

Relatos poco cotidianosWhere stories live. Discover now