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Una pila de platos y vasos sucios se apoderaba de la cocina. El pasillo y la sala parecían sufrir de las mismas dolencias que yo. Todo cerrado y ni un solo rayo de tarde que penetrara un minúsculo rincón de la casa. De no ser por la lesión, ya hubiera recorrido por quién sabe qué enésima vez mi hogar. Siempre recibí muy bien a la incertidumbre, pero no podía concentrarme. Miraba el teléfono, marcaba el número. Nada, y nada tampoco ocurría. Ni ocurrió durante la primera semana de incapacidad. Una lesión en las costillas, raspones en los brazos y rostro. No recordaba mucho, luego que la ambulancia y sus espantosas sirenas se tragaron toda la escena, lo siguiente fue estar postrado en mi cama, con la cabeza a punto de estallar. Sabía que no era cuestión de algún golpe. Era el dolor causado por no comprender el por qué mis piernas habían decidido actuar por sí mismas y lanzarme contra un camión.

Un impulso hacía que me encontrase cuestionando mis acciones. Luego de caer en la cuenta de que nada tenía sentido, todo se detenía. Muy ansioso empezaba a rondar por la casa. Ordenaba, limpiaba y acomodaba, para que en menos de una hora todo estuviera donde no tenía que estar. No sabía cómo ignorar lo que por mi mente pasaba. Aquella semana fue todo un año. Sumándole al desespero de sentirme agobiado, las tareas acumuladas y las clases perdidas. Toda esa carga me hacía sentir menos culpable cuando, sin ninguna otra opción para no pensar en nada, abría ya el frasquito y las dos cápsulas se deslizaban por mi garganta, en un tobogán de refresco de uva. Placido sueño y con la tranquilidad que en mis cinco sentidos no obtenía, caía rendido en el sofá.

Ahogarme con mi propia saliva me forzó a despertar. Si podía ver mi mano a unos dos centímetros de mi rostro ya era mucho. Estaba muy oscuro, las persianas cubrían las ventanas. Estando a punto de abrir la primera, el zumbido que producía la vibración de mi teléfono cobró vida sobre la mesa. Giré sobre mí mismo y mis piernas se volvieron gelatina. Lo tomé y la pantalla, negra por completo, no daba ninguna señal. Un cosquilleo recorría mi mano y ningún comando parecía funcionar. Silencio, quietud. Todo en calma de nuevo y la respiración en la nuca me hizo girar y encontrarme con nada. Oscuridad y de pronto aquellas manos pálidas surgieron y mi cuello apretaron. Una sensación de vacío, de vértigo y el golpe que me di al caer al suelo y así espabilarme. De inmediato me sacudí el sueño de encima, me sobé los ojos. No más de dormir en el sofá, me dije. El timbre sonaba insistente, había alguien en la puerta.

Miré a través de la persiana hacia la calle, del gris de otra tarde lluviosa pasaba al tizne del crepúsculo. Sophie en medio de la poca luz, se encontraba hablando con la silueta de alguien que no alcanzaba a reconocer. --¿Reginald, estás en casa? —su voz algo rasposa. Era la tercera vez que venía, justo a la misma hora. Procedí a abrir la puerta. Traía una canasta decorada con listones de muchos colores y papel celofán. Por primera vez la vi sin uniforme, fuertes fueron mis reproches después, cuando reflexionaba sobre el motivo de mis impresiones de lo linda que se veía con aquel suéter. A su lado, un muchacho que jamás había visto me miraba con la curiosidad que suelen tener los gatos, al ver algo que llama su atención. Los hice pasar, no sin antes echar un vistazo a la soledad que barría la calle.

--Un poco de luz por favor—dijo Sophie. Encendí las luces con dos palmadas, mientras ella y su amigo se sentaban en el sofá. --Este es Ryu, Va en último año y lo conocí hoy en el club de conversación. Se puso de pie, hizo una pequeña reverencia. Nunca pude acostumbrarme a esa manera de saludar. Le dirigí una mueca y asentí con la cabeza. Sophie sacaba unos pastelillos de la canasta al mismo tiempo que murmuraba a Ryu. Yo comencé a levantar los paquetes vacíos de suelo, me daba algo de vergüenza que conocieran hasta donde podía llegar mi desorden.

—Voy por unos vasos, traje té inglés—dijo con un tono burlón.

—Yo voy—la detuve.

De la gaveta saqué las últimas tres tazas limpias que quedaban. Volví y ambos estaban con las narices en sus celulares. Sophie alzó la mirada y me sonrió. Servimos el té y vaya que fue reconfortante, sabía a tardes lluviosas de Londres. Un sorbo y de inmediato las notas producidas por el piano de cola que a duras alcanzaba a tocar. Creo que las pastillas para dormir aún hacían efecto pues, mirando al vacío de la nada, Sophie me espabilo y entusiasmada me mostraba su teléfono.

Sorcery's SourceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora