El hombre errado

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Había pasado una semana desde la última vez que hubieron gritos en casa. Él cogió su abrigo y el sombrero y, tal como había entrado, volvió a marcharse.

Todo empezó tras una pequeña discusión sobre cómo debía prepararle las cosas a mi marido: cómo le gustaba la comida, cómo quería que guardara sus camisas, cómo se ordenaba su preciada colección de relojes, cómo prefería que estuviera el agua para sus baños nocturnos... Todo aquello que sólo satisfacía al hombre y con lo que a mí ciertamente me gustaba complacerle.

En una única ocasión a lo largo de toda nuestra vida juntos, fuí yo quien alzó la voz. Tan sólo le dije que estaba agotada. No sé por qué se lo tomó así, sólo sé que desde entonces, no volví a verlo, y creía que no regresaría.

Una noche llamaron a la puerta. Un golpe. Dos golpes. Tres. Cuatro. Fuese quien fuese estaba nervioso y tenía prisa para que abriera la puerta. Al voltear la llave, oí una tos gruesa y pesada, como la de un fumador compulsivo. No cabía dudas de que se trataba de mi marido.

Abrí. Una silueta oscura, un rostro rosado y su camisa empapada de sudor. El hombre iba balanceándose de un lado al otro, alternando su peso de izquierda a derecha. Desprendía un intenso aroma de bar. Era evidente que se había bebido por lo menos una botella de whiskey, para ir como iba.

No me resultó nada agradable. No era la primera vez que mi marido llegaba borracho a casa, pero es que ahora era distinto: su mirada era oscura. Se notaba una profundidad extraña en sus pupilas, perforando las mías cada vez que clavaba sus ojos en los míos. Por alguna razón, debido segurament al efecto del alcohol, Adin se había transformado en otra persona. Una que yo no conocía.

Mi marido siempre había tenido mal genio. Siempre había sido una persona un tanto impaciente, era un poco egoísta y siempre parecía muy serio. Sin embargo siempre me sorprendía con palabras bonitas. Me decía que me quería antes de ponernos a dormir, y al despertarnos, aún tumbados en la cama. Me lo decía cuando yo salía a hacer la compra, incluso cuando él volvía del trabajo.

De repente, en un acto totalmente inesperado para mí, él alzó su mano y tan fuerte como pudo me golpeó en la cara. Fue muy doloroso. Mi nariz sangraba pero él no pareció importarle el que me hubiera hecho daño. Podría incluso asegurar que lo hizo muy consciente de sus hechos, pese a lo ebrío de su estado.

Yo restaba ante él, sorprendida. Asustada también. Realmente nada de eso me afectaba tanto como el sentimiento de una fe, hasta ahora incondicional hacia mi marido, que acababa de caerse por los suelos. Aún más hondo. ¿Quién era ese hombre que entró esa noche por la puerta de mi casa? Desde luego no era el mismo con el que llevaba tres años casada.

Acto seguido, desde la entrada de la casa, el hombre me empujaba hacia dentro, y yo respondí atareada, intentando no tropezar, yendo de espaldas, yendo de puntillas. Los nervios jugaron en mi contra y caí al suelo.

Desde allí me sentí inferior. Me sentí incapaz de levantarme. Intentaba elevar mi cuerpo y las piernas no me respondían. Bastante faena tenían temblando como lo hacían.

Adin detuvo sus ojos en los míos, nuevamente. Perdidos. No sé si yo estaba más perdida que esa mirada suya. Algunas gesticulacions salían de su boca, pero los sonidos eran indescifrables para mí.

- Levántate. - Finalmente oí. Y  empezaron a llorarme los ojos descontroladamente, y seguía intentando levantarme en vano.

Esa situación me superaba con creces. Era tal la desesperación que solamente deseaba que todo eso terminara de una vez por todas. Incomprensión absoluta. Solamente hubo una cosa que yo podía decir, puesto que estaba rendida.

- Te quiero, Adin.

Realmente no sé por qué fueron esas mis palabras. Cualquier persona en su sano juicio se engañaría a si misma lanzando al aire insultos y palabras hirientes. No obstante, en un parpadeo, esos ojos que tan perdidos estaban en aquel entonces mirándome sin serenidad alguna, ahora se fijaban en mí y me veían. Y esos ojos fueron abriéndose. Rojos. Bien grandes. Bien abiertos. Y rápidamente los cerró de golpe, los apretaba fuerte. Sin siquiera volver a abrirlos, como si se hubiera quedado ciego, se giró y se fue por la puerta.

Desde entonces no volví a saber nada más de él. Ni rastro. Ni rastro hasta hace un mes. Por las calles la gente me hechaba miradas curiosas, como sintiendo pena por mí, eran muy amables conmigo y me trataban con cierta compasión, cosa que no era nada consolador.

Al ser evidente que alguna cosa sabían, me armé de valor y empecé a preguntar a mis conocidos del barrio que es lo que les estaba pasando. Así fue como mi vecina, y buena amiga, vino a hacerme una visita y a entregarme una carta en mano que decía lo siguiente:

Sábado 7 septiembre, 2016

A menudo se cometen estupideces. confusiones, errores, cosas por las que luego nos arrepentimos. A menudo hacemos cosas que luego no queremos que así sean y que ya no se pueden arreglar. Sé que soy culpable del mal rato que te hice pasar noches atrás. Me averguenzo con todo mi corazón. Sin embargo, mi existencia se hace imposible al pensar que nuestros sentimientos no son mútuos y que es probable que ya no me quieras como yo te quiero a ti. Aunque suene difícil de creer que te quiero, habiéndote hecho el daño que te he hecho, amor,
quiero despedirme con cariño y quiero que sepas que ahora puedes estar con quien quieras y no debes preocuparte si empiezas una nueva vida.

Me llevaré conmigo tu preciado recuerdo.

Adin

Comprendí al instante que esa era una nota de suicidio por la reacción de mi amiga de inclinarse hacia mí para abrazarme.

La carta que mis manos sostenían se hacía cada vez más pesada, y mis brazos se estiraban hacia el suelo. Se curvaba mi cuello y el pelo que cubría mi cara fue pegándose a ella por los lagrimones que escapaban desvocados de mis ojos.

- ¿A qué estás jugando, Adin, por diós. ¿De qué se trata esta broma? - La amiga me miraba haciendo un leve gesto de negación con la cara. - ¿Por qué puñetas no volviste a casa y arreglaste las cosas conmigo? Qué pasaba por tu cabeza? ¡Por el amor de diós, Adin! - Cada vez gritaba más fuerte. Estaba aterrada. - Ven aquí y hablemos de esa desconfianza hacia a mí. ¿A qué se debe ésto? De siempre que tú has sido el único para mí. No quiero a nadie más que a ti, joder. Adin. - Los gritos cada vez estaban más llenos de gimoteos, palabrotas y exclamaciones casi inventadas.

Ésto fue lo último que supe de mi marido. Se había tirado desde la azotea de un edificio, una semana después de lo sucedido en casa. Y por si fuera poco, la vecina que tanto me apreciaba, al fin esclareció mis dudas contándome algunos detalles, que hasta entonces le fueron imposibles de contarme, puesto que ya bastante complicado fue para mí aceptar su muerte y empezar a rehacer mi vida.

- Laisa. Tengo entendido que tu marido se fue al bar a tomarse unas copas y que se pillaron una buena. - empezó a explicarse. - Pero Adin se tomaba las cosas muy en serio, y los vecinos tienen una lengua muy larga y muchas veces no saben lo que dicen. - Ella intentaba ser suave al darme la información. - Creo que los chicos llenaron la cabeza de tu marido con comentarios inapropiados. No creo que lo hicieran con malas intenciones. Pero creo que le decían cosas del estilo: "es imposible que tu mujer te quiera después de tanto tiempo", o "el amor sólo dura el primer año de relación, luego las mujeres lo buscan fuera, en la cama de otros hombres". -  Intentó excusar a esas personas. - Pero no son mala gente. Todos ellos han vivido situaciones parecidas a lo que le decían, pero no todas las parejas deben pasar por lo mismo y eso ellos no lo entienden, y me duele en el alma que Adin se dejara influenciar con tanta facilidad, y eso debió dolerle de verdad. Adin era un buen hombre, pero se tomaba demasiado al pie de la letra todo cuando le decían sus amigos. Los vecinos son chismosos y no atienden a las personas que aprecian como deberían. A veces son injustos con sus seres cercanos. Y con tanto alcohol encima, ya ni te digo.

La amiga se estaba alargando mucho en sus comentarios. En verdad entendía todo aquello que me estaba contando, y al ser imposible el salto en el tiempo, tome sus palabras con cariño. En verdad me aliviaba escuchar a mi amiga diciéndome todas esas cosas. Ella intentaba no meter la pata en sus comentarios, sin embargo, estas situaciones nunca son agradecidas, así que se esforzaba en arreglar todo lo que decía añadiendo más y más cosas. Pobrecilla. Y por otro lado, qué alivio que sentí al oir todo lo que me contaba. Sentía que en parte todo se había arreglado, pese a la tragedia y a la perdida tan dolorosa de la persona a la que más he amado en toda mi vida.

Sin embargo, sabiendo lo que ella me comfirmo por lo menos descubrí que las intenciones de mi marido no eran del todo malvadas, sinó más bien, erradas, y eso me facilitó las cosas desde ese mismo momento.

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