Blanca esperanza

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Érase una vez una montaña. Una montaña grande y alta cubierta de largas y blancas alfombras de nieve, colapsándose a menudo hasta convertirse en hielo sobre las rocas y en ramas de las copas de algunos árboles.

Al fondo podían contemplarse tres hileras de personas que esperaban impacientes los telesillas, en las diversas pistas de la estación de esquí distinguidas por colores: la roja, la verde y la negra. Más abajo, un grupo numeroso de personas hacían piña al pie de una pendiente, esperando impacientes a los monitores para poder empezar sus primeras clases de esquí.

Desde lo alto de la pendiente se veía un puntito negro al horizonte que descendía a gran velocidad en zigzag. Las eses cada vez se veían más grandes. Esquiaba tan bién que sus movimientos llenaban el entorno de una serenidad y una calma despreocupada.

Cuando por fin faltaba poco para su llegada este dió un cuarto de giro frenándose de golpe, provocando una pequeña ola de nieve. Acto seguido se quitó las gafas con una gracia impredecible y guiñó un ojo al grupo que le había estado esperando y permanecian atentos a sus movimientos.

Desde ese mismo momento, más de la mitad de las chicas ya parecían ansiosas por poder observar la belleza del chico, así tan natural. Era desde luego un chico con algo especial, atractivo.

Con una gran seguridad en sí mismo procedió a presentarse y a dar algunos consejillos al grupo de como debían iniciarse al esquí, como moverse, como frenar, como evitar algunos momentos peligrosos, esas cositas.

El monitor se llamaba Edward y tenía previsto dividir al grupo en pequeños grupitos de cuatro personas, repartidos con los diversos monitores que también iban llegando según la marcha.

Edward era un joven apuesto de ventitres años, nacido aparentemente bajo la influencia de Leo. Era alto, delgado, musculado. Era guapo, con unos verdes ojos oscuros, sin embargo, muy brillantes. Su pelo era castaño y le llegaba a los hombros. Pero por encima de todo, habría que destacar esa seguridad y ese nosequé tan seductor que le caracaterizaba.

Eligió las personas que formarían al grupo. Usaba un criterio un tanto curioso, pues buscaba en las personas un toque pintoresco y gracioso, algo divertido que reflejara cierta simpatía. De este modo, se fijaba en los actos de impaciencia de algunos, descartándolos. Ya contaba tres personas, todos ellos chicos, cuando a cuenta de que sólo le faltaba elegir a uno, detuvo su mirada fija a una chica que apareció tímida entre las cabecitas de la gente. Su cara se enrojecía ante esa mirada sorprendida del monitor. Las manos de la chica se helaron bajo sus gruesos guantes. De pronto, sus ojos se llenaron de luz y se le escapó una pequeña sonrisa, la qual era reflejo del nerviosismo en su corazón, capaz de estallarle en cualquier momento.

Evidentemente, Edward eligió a la chica para que fueran juntos a la primera pista de esquí. Una chica también joven, de piel blanca y fina, con un pelo largo y claro. Era delgada, alta, muy tímida y de unos ojos verdes y brillantes, al igual que los del atractivo monitor.

Pasaron dos horas y las clases básicas terminaron. El silencio entre Edward y la chica fue demasiado duradero. Es por eso que Edward se armó de valor y dió el primer paso. Le agarró de la mano con cierta confianza, y le dijo:

- Tus ojos... Tu piel, tan fina... Tienes un pelo maravilloso. Estaría encantado de conocerte. - En ésto que él mismo se dió cuenta del disparate y añadió. - si te apetece, ¡claro está!

La chica nerviosa pero feliz se lanzó delicadamente a sus brazos y lo abrazo, con una mueca que delataba su alivio. Puede que suene increíble cómo es el tiempo en estas ocasiones, sin embargo, el abrazo duró por casi cinco minutos, como si no pudieran despegarse el uno del otro. El calor que desprendían sus cuerpos y las sensaciones al estar unidos.

Fue entonces cuando empezaron a caer pequeños copitos de nieve, acariciando sus cabellos. Ahora ambos se miraban fijamente, como un espejo. De pronto, cruzaron cuatro palabras y decidieron desplazarse a otri sitio. El monitor le recomendó una pista en la que no acostumbraba a haber mucha gente, allí tendrían algo de intimidad, para conocerse mejor. La pista era un poco peligrosa pero contaba con algunas esplanadas tranquilas de fácil acceso.

Una vez llegaron, chocaron los ojos de la chica con las del chico. Nuevamente fijaron sus miradas. El tiempo no corría. Parecía que hablaran mútuamente, más no estaban diciendo nada. Se comunicaban con la mirada, como si el destino supiera que ésto es lo que debía suceder. Como si se hubieran conocido de toda la vida, como si el uno estuviera hecho para el otro y a la inversa. Realmente estaban locamente enamorados.

Desafortunadamente para la pareja no todo llega por medio de la fortuna y a veces inorportunan nuestras vidas grandes obstáculos que obstruyen los senderos a seguir. Y entonces, en un abrir y cerrar de ojos, lo que les esperaba no era ni por asomo algo agradable.

A lo alto de la colina se veía descender a gran velocidad una gran cantidad de nieve desprendiéndose montaña abajo. El irremediable avance de una enorme avalancha. La solución estaba lejos del intentar salir corriendo desesperadamente.

Los dos jóvenes, que intuían cual triste final les llegaba, no prestaron atención a la desgracia. Prefirieron evitar el pánico y contradiciendo cualquier sano juicio, empezaron a juntar sus labios con parsimonia, como si sólo puedieran ver lo bueno de haberse conocido. Nada era tan importante como ese momento de amor puro. La chica despegó sus labios y informó al monitor

- Edward, mi nombre... me gustaría que pensaras en mi nombre para cuando la nieve se nos lleve. - El chico fijó sus ojos en los de la chica, serio, como pidiéndole que se lo dijera. - Blanca.

- Blanca. - pensó el chico. Y de repente se sintió el hombre más feliz, suspirando las palabras. - Blanca, te quiero.

Ella, tímida pero sin dejar de fijar sus ojos en los suyos, en un suspiro aún más suave soltó un te y luego un quiero, llenos de alivio, como si le hubiera costado una eternidad poder contar eso que le estaba sucediendo.

A penas a medio minuto de ser embestidos y enterrados por la avalancha, nuevamente pegaron sus labios y los brazos de ambos se envolvían con fuerza, mientras que de sus ojos se vertían lágrimas impertinentes. Ambos lloraban de felicidad cuando todo quedó cubierto de blanco. Un blanco pálido y brillante que cubría las montañas y las hacía brillantes, a la vez que imponentes.

Así daba fin el romance de un amor a primera vista lleno de luz pese a la peor de las tragedias. Así terminó su historia. Entre el blanco y la esperanza.

FIN

Historias Cortas de AmorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora