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- ¡No podemos soportarlo más! – gritó el hombre vestido de rojo, y el resto de la muchedumbre lo aclamó - ¡Basta ya de explotación! ¡De que nos ahoguen en su basura y nos ignoren!

El bar siempre se llenaba cuando Quentin hablaba. En aquel paraje olvidado de la Zona Roja, donde la contaminación y la basura hacían a la gente o muy débil o muy fuerte, las ideas de revolución florecían cada primavera. En invierno se ahogaban, cuando el frío obligaba a concentrarse en el combustible, la leña y la escasa comida, pero llegada la nueva estación y su relativa abundancia, resurgían de sus cenizas y volvían a estar en la cabeza de todos. En la cabeza de todos, pero sobre todo en la de Quentin.

Las luces de la ciudad, separada de ellos por una reja vigilada al estilo del muro de Berlín, todavía podían verse desde una ventana y a través de las nubes de smog. Esas luces para muchos representaban algo tan lejano que se ponía a la altura de sueños y del Cielo cristiano. Pero ninguno de los casi cincuenta comensales del bar miraba hacia afuera. Todos miraban a Quentin, que parado sobre una mesa sobresalía entre todos ellos, y más gracias a sus gritos y sus elocuentes palabras.

El mitin político que se desarrollaba en ese bar no podía haberse desarrollado en cualquier bar de la ciudad de Moltown. Los habitantes de la Zona Roja tenían algo que los de la ciudad no. A pesar de su falta de comida, vivienda, salud y casi todo lo material, ellos habían nacido sabiendo algo que los de Moltown no: para que una persona viva una vida próspera, se necesita que otra persona viva una vida miserable. Y todos en la ciudad tenían vidas prósperas. Con su dinero, sus restaurantes, sus cines, sus hospitales privados, su vertiginoso consumismo y sus nimias preocupaciones empujaban a la miseria a los demás sin siquiera saberlo, o tal vez sabiéndolo e ignorándolo voluntariamente al amparo de la idea de que "los fuertes debían oprimir a los débiles", o que eran "muy afortunados de no vivir en la Zona Roja", o que si de verdad la Zona Roja era tan mala "Dios no la aceptaría".

Quentin sabía todo aquello y lo usaba a su favor. Había estado dando esos discursos por años, y los resultados se hacían notar, al menos en primavera y verano. Había sido responsable, se decía, de casi ochenta huelgas, veinticinco sabotajes y tres cazadores de Moltown muertos. Por supuesto, también del desempleo de miles en la Zona Roja y de la muerte de cientos de obreros revolucionarios, y de otros tantos por enfermedades e inanición que no podían curar por falta de dinero y trabajo. Pero nadie lo culpaba. La muerte acechaba a todo niño de la Zona Roja desde que nacía hasta que se convertía en hombre, y ni siquiera entonces lo abandonaba. Y la vida, tan terrible o más que la muerte, no era una perspectiva mucho mejor. Y todos ellos habían llegado a ese punto en el cual prefieren "morir de pie que vivir arrodillados".

Quentin nunca había querido vivir arrodillado. El destino quiso que lo hiciera. Rebelde por naturaleza, y dotado de un ingenio particular (y de una asombrosa capacidad psíquica), parecía haber sido destinado a vivir bajo la opresión de alguien más. El primero fue su padre.

- ¡Hey! – gritaba - ¡Quentin! ¿Cómo que saliste de nuevo? ¡Te dije que no salieras de noche! – A su padre le importaba poco o nada que él saliera de noche. Lo que le molestaba era que le desobedeciera. Quentin lo sabía, y también sabía que nada de lo que dijera iba a salvarlo de su padre, su cinturón y las golpizas que duraban horas y que se repetían por días. Como los demás habitantes de la Zona Roja, Quentin aguantaba y se acostumbraba.

- ¡Hey! – gritaba luego el capataz de la fábrica, años después de que su padre lo hiciera - ¿Quién te crees que eres, Quentin? ¡Tápate eso y vuelve a la cinta! – decía, refiriéndose a la profunda herida en el brazo que se había hecho con la cortadora de metal, a consecuencia de todas aquellas horas que llevaba sin dormir, trabajando sin descanso.

- ¡Hey! – gritaba entonces un cazador especialmente sádico, años después del capataz - ¡Tú! ¡Muchacho! ¿Por qué te tapas la cara? ¿No ves que así no puedo ver tu sangre?

- ¡Hey! – gritó Chester Goodwall años después, hace una década - ¡Oigan! ¡Terroristas! ¡Escuchen! Los tenemos rodeados, ¡no tienen oportunidad! ¡No malgasten sus vidas de esa forma!

- ¡Hey! – gritó entonces él mismo, como respuesta a Goodwall - Mejor morir parados que vivir arrodillados, ¡pero mejor matar que morir!

A las palabras de Quentin no se las llevaba el viento. Su padre, un día, se había colgado con el mismo cinturón con el que golpeaba a su hijo, justo después de una de sus usuales palizas. El capataz caminó hacia la cortadora de metal, se sentó sobre ella y la activó, cercenando su cuerpo a la mitad. El cazador especialmente sádico usó su propio rifle para volarse la cabeza, justo después de atacar a Quentin por última vez. Chester Goodwall intentó suicidarse con su pistola antes de que el resto de los cazadores atacaran a Quentin, desconcentrándolo, e impidiéndole controlar totalmente la mente del famoso cazador.

Ahora era Quentin el que gritaba. Su nombre, en algún otro tiempo hace más de una década, había sido Hermes. El mensajero alado de los Dioses, ese era él en la antigua Orden, nada más que un mensajero comunicando mensajes telepáticos entre otras personas. Ahora su mensaje era la revolución, y en lugar de Hermes era alguno de los cuatro jinetes del Apocalipsis.

- ¡No vamos a soportarlo más! 

El Diario del Hombre MuertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora