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Por más que uno se haya olvidado del pasado, el pasado nunca lo olvida a uno, y por más alejado que uno esté del lugar que quiere olvidar, éste siempre tiene una forma de atraerlo de nuevo. Quentin nunca había olvidado, y nunca se había alejado.

Mientras en la calle los nuevos guerrilleros festejaban, disparaban al aire y por todos lados volaban las pancartas de la nueva revolución, Quentin trataba de convencerse de que había hecho lo correcto. No era tarea fácil. Lo fácil había sido encontrar la foto: esa en la que aparecían todos, la Orden entera, que tenía el objetivo de inspirar a las personas de la Zona Roja y empujarlas a pelear. A la foto siempre la llevaba consigo.

Encontrar una imprenta de la Zona Roja que funcionase tampoco había sido difícil. Había estado imprimiendo y fotocopiando consignas revolucionarias por once años. Tampoco fue difícil cambiar un poco la foto para que, en letras grandes, anuncie sencillamente "Silpher Royal escapó". Hacer miles de copias y repartirlas a lo largo y ancho de la Zona Roja fue un juego de niños. Lo difícil era callar esa voz en su cabeza que susurraba: "!Hey! ¡Quentin! ¡Arruinaste todo de nuevo!".

No sabía hasta qué punto había arruinado las cosas. Algo le decía que lo mejor para la Orden y para todos era que no muchos supieran que Royal había escapado. Pero la noticia era una bomba: incluso el rumor lograría despertar a la Zona Roja y crear nuevos guerrilleros. Revivir la revolución. No lo pensó: solo actuó. Ahora se arrepentía, pero al mismo tiempo sabía que el arrepentimiento no le iba a llevar a ningún lado.

"Zona Roja" era un apodo que los burgueses de Moltown le pusieron a aquel lugar al que nunca se acercaban. Aquel lugar que rechazaban con asco. Aquel lugar que les daba de comer, les construía televisiones, teléfonos, juguetes y toda la demás mierda que la demagogía consumista tomaba sin preguntar cuántas vidas había costado. Y de ese apodo casi denigrante Quentin había sacado el rojo, que ahora se convertía en un color revolucionario, casi un símbolo. Su ropa era roja: los nuevos guerrilleros siguieron su ejemplo y vestían de rojo. El pueblo entero estaba lleno de rojo. En pocos días, la Zona Roja sería realmente roja.

Pero roja no sólo por la revolución, sino por la sangre que correría por su culpa. Siguiendo los pasos de Millfist, aquel antiguo compañero del que casi no se acordaba, intentó ahogar su propio pensamiento en alcohol. Era consciente de que el alcohol de la Zona Roja era un asco, pero no estaba preparado para que lo sea tanto. Escupió el whisky y siguió viendo a los nuevos guerrilleros desde el balcón.

Tal vez debía tomar el asunto en sus manos. Silpher Royal había pasado once años preso, ¿Qué sabía él de lo que ahora aquejaba a la población de la Zona Roja? Nada. La Orden estaba muerta. Pero eso no significaba necesariamente que la revolución lo estuviera. Por él, la Orden podía seguir muerta: al fin y al cabo, no había servido de mucho más que de dinamitar un edificio lleno de civiles y comenzar una guerra que acabaría con miles. Pero no podía negar que la Orden inspiraba: más allá de lo buenos luchadores que eran sus miembros, su poder no estaba en lo que eran, sino en lo que representaban.

Podía usar a la Orden y a los rumores de la huida de Silpher a favor de la revolución. Pero para eso debía tomar la iniciativa. No esperar a que Silpher lo buscara; no darle tiempo al Arlequín a seguir "reuniendo a la banda"; olvidarse de los cazadores; ignorar a las fuerzas de paz. Guiar a los nuevos guerrilleros a Moltown. Con un poco de suerte, el efecto sorpresa sería suficiente para tomar el ministerio.

Era una utopía, pero Quentin creía en las utopías. Cuando más gente se unió a los que festejaban en las calles, se convenció de que efectivamente había actuado bien. Podría costarle la vida a Silpher o incluso a los demás, pero no importaba. Ellos eran unos pocos, los nuevos guerrilleros eran más, y las personas que sufrían en la Zona Roja eran más aún. No pudo evitar cierto sentimiento nostálgico al considerar el enviar a sus antiguos compañeros a la muerte.

Pero tampoco le importó. Intentó otro trago dewhisky, pero lo escupió también. No entendía cómo a alguien podía gustarle. En laZona Roja sobraban alcohólicos, drogadictos y prostitutas: los placeres másbásicos eran lo único que quedaba si desaparecían los demás. Con un solo gesto,tiró la botella de whisky al suelo. 

El Diario del Hombre MuertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora