Prólogo.

8 1 0
                                    


Ese 24 de agosto estaba lluvioso. El día afuera estaba tan lúgubre como su vida en ese momento.

La tensión en el pequeño taller en el que la habían citado era palpable.

Con veinte miserables años y una pequeña criatura en el vientre, se encontraba desesperada y temiendo por su vida.

Miró directamente a los ojos de quien ahora le parecía un extraño. Pensar que en algún momento los imaginó juntos por el resto de su vidas hizo que se le encogiera el corazón. ¡Qué tonta había sido!

― No puedo creer lo que has hecho ―dijo apretando los dientes―. ¡Sabías perfectamente para qué era ese dinero!

Lo miró sin reaccionar. Se sentía entumecida de la cabeza a los pies.

― ¿No tienes nada que decir? ―inquirió furioso.

― Lo necesitaba ―susurró a punto de llorar.

― ¡Y un cuerno! ―gritó fuera de sí―. No tienes ni idea de en los problemas que nos has metido, ¡maldita sea!

― Lo siento ―las lágrimas quemaban en sus ojos―. Lo necesitaba. Debes creerme, te lo ruego.

― ¡No quiero ver ni una puta lágrima! ―exclamó―. ¡Te has cagado en mí!

― Tranquilízate, Alexander ―murmuró un cuarentón de expresión severa―. La estás asustando.

Se sintió agradecida de que el viejo Trevor -como lo llamaban todos debido a su temprana calvicie- hubiera intentado defenderla. Pero eso solo aumentó el enojo de Alex.

― ¡No me interesa! ¿Para qué lo has usado?

― Necesitaba un apartamento rápido ―balbuceó―. No puedo seguir en la calle en mi condición.

Evitó mirarlo directamente.

― ¿De qué carajos hablas?

Cerró los ojos. Tenía tanto miedo de su reacción que rompió a sudar debido al nerviosismo. Se sentía asqueada y eso le revolvió el estómago. Volvió a abrir los ojos y, reuniendo todo el coraje que pudo, sostuvo la mirada del hombre furioso frente a ella.

― Estoy... ―suspiró entrecortadamente, casi jadeando―. Estoy embarazada.

Se quedó lívido y la miró como si le hubiese salido otra cabeza.

― Deshazte de esa cosa ―murmuró de manera siniestra.

Sintió que el alma se le caía a los pies. El silencio en el pequeño taller era espeluznante y sentía que se desmayaría de un momento a otro. Cerró los ojos nuevamente y encorvó los hombros derrotada.

― No puedes hacerme esto ―sollozó ahogadamente―. ¡No puedo hacerlo!

― Hazlo por las buenas, o lo haré yo mismo por las malas ―le amenazó.

Desconoció totalmente al hombre del que se había enamorado.

Con la bilis subiéndole por la garganta, llevó una mano a su espalda y sacó el arma que llevaba escondida en la cinturilla de sus jeans anchos. Lo apunto directo al pecho.

― Aléjate de mí ―susurró. La mano le temblaba ligeramente, por lo que agarró el arma fuertemente entre las dos manos y le sacó el seguro―. Este bebé es solo mío.

Los tres hombres corpulentos que se encontraban detrás de Alexander se tensaron, pero ninguno sacó el arma que ella sabía traían consigo.

― Rebecca, baja el arma ―ladró Alex.

― ¡Aléjate de mí! ―gritó cuando él se adelantó un paso.

― Tranquila ―gruñó―. Baja el arma.

― Quieto o te volaré un puto testículo de un balazo ―chilló, apuntando a la parte delantera de sus pantalones.

― ¡Basta! ―gritó, dando dos pasos atrás.

― Me iré de aquí ―murmuró con voz ronca―. No te molestes en seguirme porque jamás me encontraras. 

Lo observó directamente a los ojos y prosiguió:

― Olvídate de mi existencia, olvídate de ese dinero porque no lo volverás a ver.

― Te encontraré ―susurró, tenía los puños firmemente apretados a los costados de su cuerpo―. Y te haré pagar.

― No ―negó con la cabeza y empezó a caminar lentamente hacia la puerta del taller, sin quitarle los ojos de encima―. No dejaré rastro, no podrás encontrarme en todo México.

― ¡Maldita seas! 

Dio tres zancadas hacia ella.

Apretó el gatillo y el sonido retumbó en sus oídos, el tirón en sus muñecas fue doloroso. Horrorizada, observó como la sangre comenzaba a salir a borbollones de la pierna del morocho que ahora se encontraba en el suelo.

― Te lo dije... ―susurró―. ¡Te lo advertí!

Los tres hombres restantes, con expresiones sombrías, se agacharon junto al ojiverde de manera torpe. Se hallaban claramente sorprendidos.

― Vete ―dijo con la voz estrangulada por el dolor―. ¡Vete, hija de puta!

No respondió. Simplemente se dio vuelta y corrió el camino que le quedaba hasta la puerta. No se volvió para ver si la perseguían.

Afuera la lluvia golpeaba con fuerza, sin consideración alguna. Sus ropas se humedecieron rápidamente, los jeans anchos dificultándole avanzar. Dejó caer el arma y no le importó si alguien la veía. El peso de ésta en su mano le hacía sentir enferma. Jamás había disparado a alguien, hasta hoy, y que fuera la persona que ella había amado con todo su corazón solo lo hizo más horrible.

Corrió por el callejón con las ropas pegadas al cuerpo y su cabello color caoba pegado en sus mejillas y hombros desnudos. Cuando llegó a la calle no se detuvo, siguió corriendo casi jadeando por el terror que le recorría todo el cuerpo.

Ocho cuadras después, se dejó caer de rodillas en la vereda. Su respiración era agitada, sus pulmones ardían por el esfuerzo, sus ropas húmedas la calaban hasta los huesos.

Le había disparado a su Alex.

Cerró los ojos por unos minutos, sintiendo como las fuertes gotas le golpeaban el rostro. Dejó salir las lágrimas que tanto había aguantado y estas se confundieron con las gotas de lluvia.

Lo había hecho por su bebé, se dijo. El dolor rápidamente reemplazado con la rabia. La ira sería lo único que le evitaría rendirse. Necesitaba ser fuerte para salir adelante, necesitaba ser fuerte para su hijo.

Respiró profundo tratando de aclarar su mente y abrió los ojos. Las calles oscuras y aterradoras le dieron una idea de cómo sería su vida a partir de ese momento. Sombrías y vacías.

Volvió a cerrar los ojos por unos segundos pero logró ponerse de pie. Las piernas le dolían pero no hizo caso a su cansancio.

Ahora su prioridad sería el bebé que llevaba en el vientre.

Se preguntó qué tendría el destino preparado para ella.

A prueba de todo - SECUESTRADAS IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora