Un mensajero persa me miraba desde lo que para mi vista nublada eran kilómetros de altura. Desvalida, con el alma quebrada, el cuerpo lastimado y el corazón cerrado, pude ver con nitidez la dulzura y la amargura que desprendían esos ojos negros al verme así.
Negó con la cabeza unos segundos y me levantó en sus brazos, no sin ganarse algunos golpes débiles por mi parte. Ya no quería que me tocaran. Nunca más. Pocos segundos después perdí la conciencia. Era de esperarse.
Tenía días más de 14 años, hacia 4 que casi no comía (sólo pan y cada algunos días me daban arcadas), estaba herida y con los sentidos embotados. Ese día me juré que antes de morir vería arder a toda la libre y ostentosa Grecia.
Todo lo que quedaba dentro de mí era venganza, el deseo de destruir todo aquello que me había lastimado.
Desperté aún en los brazos de aquel hombre. Me bañaron, vistieron y curaron mis heridas. Educada con mi salvador, solía hacer una reverencia cuando estaba frente de mí, aún ante su insistencia en que no lo hiciera: había salvado mi vida.
Aquella noche, en una cama de seda, fue la última vez que lloré. Purgué todo mi dolor: la angustia de no saber qué sería de Daxos, la amargura de ser huérfana pero sobre todo el miedo que me corroía por dentro. Todo se convirtió en rabia, astucia y audacia. Crecería y viviría hasta que no quedara un griego en pie.
Durante años, Kurush me enseñó la lengua persa, el arte de la espada y todo lo que fui mucho después. Estrategia, astucia y rapidez. Comenzaba el entrenamiento al amanecer y seguía hasta bien entrada la madrugada. Era un vendaval cuyo único interés era ser mejor que el día anterior.
Dicho por él mismo, mis movimientos eran ágiles, mi destreza era infalible y mi belleza se pulía y peligrosidad crecía cada día. En mi décimo séptimo cumpleaños, me bautizaron con el nombre de Artemisia, nombre de la diosa griega de los mares y la guerra.
Pagada de mí misma, ese día supe que estaba lista para desandar mis propios pasos. Tanta pasión de la aprendiz de Kurush impresionó al rey. Darío veía en mí bastante más compromiso y pasión que en su hijo Jerjes. Una a una, cada flota enemiga se rendía ante mí. El rey Darío me dio el cargo de Comandante de la flota persa, puesto que jamás le había sido cedido a una mujer... hasta que yo lo tuve.
Mientras esclavos de Persia construían el barco más portentoso e impresionante de la flota, hordas de esclavos capturados eran presentados ante mis ojos para que escogiera mis subordinados. Hasta que por un azar de los dioses, 5 griegos astutos fueron capturados y traídos hasta mí.
Había soñado con sus caras, cada noche, y sus cabezas no eran parte de sus cuerpos. Y como si una chispa divina los hubiera puesto de rodillas ante la peligrosa Artemisia, sus rostros me estudiaron por un segundo.
Hice salir a cada uno de los siervos que estaban en aquella habitación. Sólo 5 soldados quedaron a sus espaldas, esperando mi orden. Comencé a caminar despacio, sonriendo.